Una persona que conozco y tengo por honrada me dijo hace poco: «No confíes en esa muchacha, que su padre está preso y su mamá no se ocupó nunca de ellos». La joven en cuestión había venido a mi casa buscando forros para las libretas de su hermanito, y mi amiga apenas la saludó antes de farfullar aquella frase que estremeció mi vergüenza.
Días antes había escuchado algo parecido en una tienda. La dependienta le negaba a un cliente algunos datos en un tono bastante despectivo. Al retirarse la persona, bastante alicaída, otra empleada se interesó por la razón de tal desprecio, y la interpelada solo encogió los hombros antes de preguntar lo que le parecía muy obvio: «¿No le viste la facha? Seguro no tiene ni donde caerse muerto».
No son casos aislados. La suspicacia ante lo diferente levanta barreras espinosas, como las que debió enfrentar el príncipe antes de besar a la Bella Durmiente.
Hace unos meses, camino a Sancti Spíritus, cogí «botella» en un ómnibus que transportaba constructores. Fueron muy gentiles, pero a los pocos minutos ya estaban varios de ellos argumentando sus reservas contra el «vuelo» que damos desde el periódico a los homosexuales, «gente sin cordura» al decir del joven que dirigía aquel grupo.
Que me perdonen si fui muy brusca, pero no resistí la tentación de preguntarles con fingido candor si debía entonces preocuparme por mi integridad, viajando en compañía de tantos hombres...
Ah, los estereotipos... ¿Quién no ha sido su víctima alguna que otra vez? Pero la gente insiste en hacer doctorados en Ver la Paja en Ojo Ajeno mientras se olvida —o se desquita— de sus propias heridas, infligidas por sus semejantes.
Aunque cueste creerlo, todos somos parte de una minoría más o menos visible, y es fácil caer bajo la inquisición de los prejuicios por razones de color de la piel, origen, gustos sexuales, la fe que profesamos y hasta la mano que usamos para saludar. Sí, porque nadie imagina la humillación que sentimos los zurdos cuando alguien, con el mejor ánimo de ayudar, nos dice lastimeramente: «Dame acá eso, que tú no puedes», o «¿De verdad que no pasas trabajo para...?».
La indiferencia, el desprecio, las fobias, el aire de superioridad, conducen por dos caminos hacia el mismo infierno: el primero es negarlo todo, hasta negarse uno mismo y desaparecer, y el segundo es volverse mimo de la mayoría y hacer en cada momento lo que el grupo dicta, sofocando en la norma nuestra unicidad.
Por eso, quien menosprecia a los demás —con o sin malas intenciones— se aísla a sí mismo. Amar solo lo idéntico es narcisismo, mientras que respetar lo distinto es la forma más honesta de reconocernos como seres únicos, auténticos, irrepetibles. Eso es fomentar la paz y construir espacios donde nadie se sienta con derecho a enmendarnos el personaje que nos tocó interpretar en esta gran tragicomedia que es la existencia humana.
Claro que es difícil y requiere cultivar la empatía, tener memoria para el dolor, morderse la lengua, ahogar la risa o demorar el llanto, y exige también preguntarnos, qué esperamos, qué no alcanzamos...
Pero ya lo cantó un poeta: lo más sencillo se aprende enseguida, lo más hermoso nos cuesta la vida.