El rumor es como una simple pajuza en medio del cañaveral a la que por algún descuido, o mala intención, la alcanza el fuego.
Del mismo modo que el incendio busca expandirse y no entiende del sudor trajinado allí mismo para plantar las nuevas cañas, la «bola» propaga su carga —por lo general de mala información— y arrasa con cuanto de verdad haya a su paso.
Si bien determinadas veces parten de cierta noción o idea alrededor de determinado fenómeno por venir, y algunas partículas de certeza arrastran en su torrente («cuando el río suena...»), en buena parte de las ocasiones son erigidas sobre bases infundadas.
Si, según Quevedo, el ocio es el padre de todos los defectos, el rumor resulta descendiente directo de tres nada ilustres progenitores: la ignorancia, la desinformación y —aunque no siempre ha de incluirse su culpa seminal— la maledicencia.
Ni al menos cauto, creo, le quedan dudas ya a estas alturas de que existen de varios tipos; y entre ellos no escasea el importado. Son arteros embustes cocinados por el enemigo en el exterior para intentar entorpecer el normal desenvolvimiento de las cosas.
Constituyen artimañas urdidas con el objetivo de confundir, embaucar, sembrar injustificadas alertas, poner en jaque a la gente, casi siempre apelando a posibles inseguridades relacionadas con su futuro inmediato.
Las «bolas» echadas a correr por amanuenses criollos, truhanes internos que le hacen el juego al imperio e introducen en la opinión pública absurdas mentiras, no siempre resultan desatendidas ni mucho menos combatidas por todas las personas, y eso, a mi modo de ver, es lo peor del asunto.
Entre ellos figuran los que ruedan el engaño de que va a desaparecer un producto X, lo compran al por mayor haciéndolo desaparecer incluso de algunos sitios, y luego lo venden a un precio mayor.
Aunque podría parecer algo prácticamente improbable con el nivel cultural de este pueblo, es sorprendente, no ya como se paran las orejas ante cualquiera de estas manipulaciones, sino que incluso se les da crédito a partir de vincularlas con distorsiones, interpretaciones erradas de noticias, interconexiones desacertadas...
En eso nosotros, los periodistas, tenemos nuestra poca de culpa, porque la explicación cotidiana, por muy didáctica quepueda parecerle a alguien que no la necesite, continúa siendo necesaria, para aclarar en su momento y no tener que salir al paso cuando ya el mal está hecho, y no queda más remedio que practicarle la autopsia al cadáver.
Quizá sea la analogía más socorrida, pero es la mejor para definirlo: el rumor maligno es como una bola de nieve que va ganando tamaño a medida que avanza.
Para que su efecto avalancha quede netralizado en los primeros estadios solo existen tres remedios conocidos: cultura integral, información e ideología definida. Ante ellas el sofisma fallece de muerte natural.