Científicos israelíes han hecho germinar una semilla de palma datilera (Phoenix Dactylifera) que data de unos dos mil años. La palmerita, bautizada como Matusalén, ha nacido de una simiente milagrosamente íntegra bajo la erosión de fragorosos siglos. Una momia genética. Un símbolo de vida y resurrección, entre tanta muerte y aridez desatada bajo el sol de la civilización y el progreso.
La ironía primera es que la semilla fue hallada en unas excavaciones arqueológicas en terrenos de lo que fuera el Palacio de Herodes I El Grande, rey de Galilea; el mismo que, según la leyenda bíblica, ante el anuncio del advenimiento de un rey que gobernaría sobre todos los demás de la Tierra, mandó a matar a los niños de Belén menores de dos años. La semilla sobrevivió dos milenios al que quizá fuera el primer perseguidor de Jesucristo.
El germen, un Mesías vegetal de la fertilidad a toda prueba, se remite, según los especialistas, a especies de palmas que cubrían la región en torno al Mar Muerto, ya extinguidas. Más muertas que ese propio mar.
La segunda ironía es que ahora la palmerita Matusalén, con su sola presencia, viene a recriminarnos por tanto maltrato ganancioso a esa Tierra que ha nutrido a la Humanidad y ve secar sus pechos; la Tierra, que hace rato viene perdiendo sus «pulmones» a dentellada pura de deforestación, sin que pueda frenarse tal ecocidio: cada año, en nombre del «desarrollo» desaparecen anárquicamente 14 millones de hectáreas de bosque, y están en riesgo de extinción 60 mil especies vegetales, según advirtió la Conferencia Biodiversidad, Ciencia y Gobernabilidad de la UNESCO, celebrada en París en el 2005.
Por el desastre que vivimos, pareciera que la Madre Naturaleza ya está harta de que su suprema criatura, el ingrato Hombre, transgreda sus leyes, los mandamientos que le han permitido a ese único hijo racional crecer y desarrollarse... irracionalmente. La señora de los equilibrios y proporciones se rebela contra tantos maltratos y expoliaciones de manera violenta en sus vientos, mares y movimientos tectónicos, con el espíritu de revancha de los tsunamis, los huracanes como Gustav, los deshielos impredecibles y sacudidas cada vez más fuertes.
Pero no aprehende las advertencias de su madre ese hijo pródigo, tan sabio que se cree cuando va al espacio cósmico, holla suelos ignotos e intenta comunicarse con otras civilizaciones aún por confirmar. Tanto alarde y no atiende a su madre.
Quizá por eso, y auxiliada por el talento de unos científicos, la Madre Naturaleza esta vez cambió su táctica, y nos envió ese fecundo beso vegetal en una semilla, a ver si nos conmovemos.
De permanecer insensibles, quizá la palmerita Matusalén no pueda vivir mucho en esta reencarnación, para vengar de verde vida la muerte de todos los niños de Belén. Quizá para entonces ya no nazcan más niños.