Narra el historiador Suetonio que Julio César, el primero de los emperadores romanos, hizo poner tras las rejas a su panadero particular. ¿El motivo? Que el individuo había elaborado un pan de exquisita calidad para su señor, mientras que para sus invitados había horneado poco menos que un mendrugo inmasticable...
La pincelada puede servir como consuelo a quienes hacen su peregrinar diario en busca de un pan por el que el moho tiene un especial cariño, pues las motas blanquecinas empiezan a cubrirlo solo algunas horas después de comprado. Ahora se enteran de que ya algunos maestros de la harina, en el siglo primero antes de Cristo, se las ingeniaban para «darle la mala» a los ciudadanos. Porque, a fin de cuentas, «nada hay nuevo bajo el sol».
Sería curioso saber qué tormentos le aplicaría Julio César al habilidoso cocinero que la pasada semana, en un restaurante vedadense de nombre chino, sirvió a una de mis colegas un pollo pregonado como la «especialidad de la casa». Se suponía que el ave estaría deshuesada, y que vendría acompañada de camarones y jamón, todo ello rebozado. Pero no. Tenía su hueso ahí, intacto, y solo había dos —¡dos!— ínfimos trozos del crustáceo. A su reclamación, le trajeron otro pedacito, pero después debieron regresar ante otra queja: el jamón no había hecho acto de presencia, por lo que, sin mucha diplomacia, abrieron el pollo y le introdujeron una lasca, en el mejor estilo «allá va eso».
Para levantarse e irse, ¿no? Lástima. Yo mismo le había sugerido el sitio a ella y a otros de mis amigos, pero poco a poco fueron llegando con una queja diferente: «El filete de pescado estaba crudo», «llegué a las ocho de la noche el sábado y ya no quedaba casi nada», «tuve que sostener el tenedor con que me comí la ensalada hasta que me trajeran el pollo, pues no me lo cambiaron», y así un rosario de tropiezos que invitan a cualquiera a quedarse en casa...
Aprietos parecidos pasé en otro establecimiento, esta vez en La Habana Vieja. Pedí una rueda de pescado, y vino acompañado por una buena ración de espinas (que no pedí), e incluso escamas. Nada menos que escamas. Protesté, y la camarera casi me compadeció: «¿Pero cómo se le ocurre pedir pescado en un restaurante en pesos cubanos, compañero?».
Lamentablemente, puede ocurrir que, cogido de sorpresa por una bofetada verbal, uno no tenga en el momento indicado la respuesta que el interlocutor bien se merece. Le pudiera haber devuelto un «¡¿pero cómo se me ocurre cobrar en pesos cubanos, compañera?!», o tal vez algo como: «¿Y por qué no ponen las espinas y las escamas en el menú, para saber a qué atenerme?». Sin embargo, con el convencimiento, el falso convencimiento de lo inevitable, la miré, me encogí de hombros y me levanté. No me sacudí el polvo de los zapatos antes de irme, pero de algo estoy muy claro: ahí no pongo más un pie.
¡Ah!, si le hubieras dado esa respuesta a César, querida dependienta, ya el cálido estómago de un león habría dado cuenta de ti, del grueso administrador del local, y hasta del gallardete que anuncia: «Unidad vanguardia provincial en la emulación por bla, bla, bla...».
Me gustaría saber cuántos inspectores pasan por esos sitios y se toman en serio el trabajo de verificar que el «usuario» (¡vaya palabreja!) esté siendo bien atendido. Por lo que me dicta mi experiencia de cliente «en pesos cubanos», no han de ser muchos. ¿Cómo explicar si no que ninguno se haya percatado, años atrás, de que en una famosa heladería capitalina, una tenebrosa mano había borrado, entre los derechos del consumidor, el de «que le sirvan la bola redonda», y no ahuecada, como es costumbre y «arte» de algunos soderos?
No obstante, lo que más enerva es ver cómo el fraude se instala en los esquemas mentales de unos y otros —controlados (o «descontrolados») y controladores—, sin que les cause la menor picazón en el cerebro. Claro, porque así como el ser humano puede y debe ejercitarse en el buen obrar, también corre el riesgo, a fuerza de repetir lo contrario, de hacer del mal un «valor». Y de veras puede creerse muy honesto en su propia opinión, sin caer en la cuenta de que el bombillito de alerta se le fundió. Su conciencia se ha dormido con el error como almohada y no le pesa timar a este o a aquel, sea «en pesos cubanos» o «en CUC». «Todo está bien, todo está okey»...
¡Valiente forma de sacar dividendos! Con seguridad, ninguno de estos «listos» irá a parar a la arena del Coliseo. Aunque quizá no hará falta: ya su vergüenza yace en los intestinos del león.