Mientras bolivianos y peruanos comparten su Titicaca, a otros nos corresponde, al parecer, el «totocaca». El famoso segundo lago más grande de Sudamérica, y el navegable más alto del mundo, se ubica en el altiplano entre las mencionadas naciones. El nuestro puede situarse en alguna especial geografía, entre la indolencia o la desidia, ¡vaya usted a saber!
En el año 2003, en esta misma columna, escribí un Romance del Charco malo. Aquellas líneas tenían una muy pútrida inspiración: un manantial de aguas albañales, que alimentaba un fétido río en la calle Tulipán, en el camino entre mi actual sitio de residencia, en el capitalino municipio de Cerro, y la redacción de Juventud Rebelde.
Cuando me decidí a denunciar el insólito riachuelo habían pasado dos años desde que lo vi correr por vez primera. En aquel momento había «disfrutado» del brotar incesante del «manantial» más de 720 días, con sus noches.
Al principio me preguntaba cómo era posible que aquel torrente saliera a la calle, y corriera indetenible ante la mirada tranquila de tantos. Entonces me decía: mañana debe desaparecer... Seguramente hoy vendrán a eliminarlo...
Pues le cuento que estamos en el 2008, y el charco de aguas fétidas sigue gozando de la salud que ya quisieran unos cuantos de nuestros ríos y arroyuelos. Casi podría convertirme, como el resto de quienes recorren esa arteria, en malabarista de circo. Hay que serlo para sortear con éxito los más extraños e inverosímiles inventos para no ensuciarse los zapatos. También pudiéramos hacer con eficacia la prueba en alguna carrera de relevo, por las estampidas para evitar que los carros lancen sobre nosotros el perfumado contenido de la «corrientita».
El paso de tanto tiempo —y tantas tempestades como diría el poeta— me devuelve las interrogantes que me acompañan desde entonces: ¿Es posible que durante casi ocho años nuestros excrementos corran placenteramente por las calles? ¿Por qué demora de esta manera la solución, paliativa o radical, a un problema tan perjudicial para la salud humana y la imagen de la ciudad?
Como en el año 2003, casi adivino las respuestas: Los sistemas de alcantarillado de la urbe están obsoletos; fueron diseñados para una determinada carga, que se duplicó o triplicó; las dificultades de la economía del país impidieron realizar las inversiones necesarias; los medios técnicos escasean... Todas son escuchables...Pero el asunto se agrava.
Mi temor es que a este paso en algún momento pudiéramos estar navegando sobre un lago de desperdicios humanos. Una cuadra más adelante del ya descrito, nació, sobrevive y crece otro hijito «foseril». Para colmo, a los pies de mi edificio de residencia un registro del alcantarillado lanzó a la vecindad, durante más de un mes su «lava maldita», como volcán en erupción. Todo esto en unos 500 o 600 metros cuadrados.
Lo preocupante es que no es la única manzana capitalina que sufre semejante malestar. Basta recorrer la urbe para percatarse de la abundancia de estas extrañas erupciones. Y aunque peque de absoluto, las soluciones de muchos de ellos seguramente se esfuman entre las justificaciones y el abandono, mientras La Habana desluce, enferma y deprime. Asusta pensar que una ciudad se acostumbre a ver correr placenteramente sus excrementos.
Y aunque nada justifica las expresiones de desorden e irrespeto a las normas públicas y citadinas, no hay que dudar que su persistencia encuentre sedimento, y hasta aliento, en situaciones como las descritas, a la vez que se desgasta el respeto por autoridades y líderes comunitarios.
No es la primera vez que se dice. El acoso que hemos padecido como país, con sus consiguientes dificultades económicas, combinados con errores internos, cimentaron en algunas personas e instituciones una cultura de la indolencia, a partir de la cual se confundieron los límites entre lo objetivo y lo subjetivo, se cebaron la ineficiencia, la insensibilidad o el burocratismo.
Las expresiones de esta tendencia nos asaltan cuando lanzamos una mirada crítica a nuestro alrededor, en los centros laborales o las cadenas de servicios. A veces visité fábricas o instituciones cuyo techo estaba lleno de telarañas, imperaba la suciedad y la desorganización; la imagen del vigor productivo se trastrocaba por otra de decadencia, descuido, incompetencia. Lo mismo ocurre en algunos lugares públicos, en los que pese a renaceres recurrentes, lejos de madurar, degeneran inexplicablemente.
Una demostración más de que, como esas escurridizas y pestilentes aguas que nos afean y perjudican, deberá correr algún tiempo, y no poco esfuerzo, para transformar definitivamente nuestros peores vicios, y con ellos todos esos males que nos encharcan la vida.