Suelo mirar con recelo ciertos días que por dictado de las modas y las costumbres entran a nuestras vidas y transcurren etiquetados con un propósito especial. Aclaro que no me revelo del todo, porque creo lindo y justo reverenciar a los padres, los amigos, los amores, el medio ambiente, la lucha por la salud humana, los niños (y niñas...), y tantos otros motivos a los cuales se les dedica una jornada de celebración al año.
Mi incomodidad es por las trampas que inevitablemente acompañan jornadas como la de las madres o los enamorados: algunos sufren porque, quizá siendo muy buenos hijos o amadores, no son dados a escribir postales, o se atormentan frente a las vidrieras mientras intentan encontrar los obsequios adecuados, a precios que sus bolsillos puedan pagar. Los hay que, tal vez no habiéndose entregado del todo a sus madres, abuelas o tías entrañables en el callado y repetido paso de un día al otro, desatan toda una parafernalia de la fiesta y las mercancías en el rango de las 24 horas señaladas para homenajear. Y habrá quienes, en vez de estar alegres, puede que se entristezcan o mezclen ambos estados anímicos porque sienten estar acompañados de personas adorables al tiempo de recordar ausencias muy hondas.
Trampas y compromisos comerciales aparte, creo que la maternidad merece ser muy bien reverenciada. En ese estado de gracia incluyo a las que han vivido la suerte casi milagrosa de traer un ser humano al mundo, pequeñito, blandito y casi traslúcido, que va creciendo a nuestra imagen y semejanza. Y a las que acurrucan, protegen, enseñan a vivir, aunque no se trate de sus hijos porque ya los suyos crecieron, o aunque sean catedrales sumergidas, como bautizó una poetisa nuestra a las mujeres que no tienen hijos biológicos.
En nuestra Isla, donde la población va envejeciendo porque se alargan las esperanzas de vida y cada vez nacen menos niños, donde por cierto tenemos que alistarnos para saber tratar a esos otros bebés que son los ancianos, la maternidad es un acto de valentía que enfrenta todos los atolladeros de la cotidianidad. Las «madres coraje» son creadoras y magas, lo mismo recuperando esos caros pañales desechables que son puestos al sol como lagartos, que inventando el tiempo y el espacio donde habiten esas criaturas insaciables que nunca se cansan, que son tiranuelas, que ensucian sin piedad, que no conocen el peligro ni entienden la palabra «no», que siempre quieren divertirse aunque una a veces ande arrastrándose del cansancio o no sepa qué hacer ni adónde ir para complacerles.
A las madres, a todas las mujeres que se han embelesado escuchando palabras inocentes o mirando el borde de una oreja diminuta o la filigrana de unos deditos, como me sucede por estos días mientras miro a la pequeña Elena, quiero hacerles un regalo breve, de amor, titulado El primer olor de Adriana, escrito hace una década en medio de la fascinación, cuando llegó al mundo la primera de mis hijas:
«Lo primero que tuve entre mis brazos para decir que era madre fue un pedacito de carne olorosa. Yo me hundía en su cabellera rotundamente inocente; le robaba un pedacito de olor que gastaba hasta que mis sentidos quedaban exhaustos, ebrios. Después intentaba engañar lo efímero de esa esencia inigualable mirando las cosas conocidas del mundo, objetos tan familiares como una lámpara, una camilla de hospital, la luz turbia y discreta derramada por alguna ventana. Mientras ejecutaba el simulacro de olvidar la deliciosa esencia, por dentro intentaba limpiar la memoria, sacaba cualquier vestigio de toda sensación olorosa, y otra vez, vacíos mis pulmones, fosas nasales y hasta mi hipófisis, iba a la carga sobre la piel y los pelitos de la niña. De nuevo me encontraba con la vida sin atenuantes. Me preguntaba cómo podía haber un olor que no se parecía al de ningún otro cuerpo de los conocidos por mí. Un olor que solo puede ser hablado, pero imperceptible para el universo (exceptúo a la madre de la criatura nacida). El olor, perfecto, me retorció la memoria y la sensibilidad para siempre. Me hizo entender o intuir mejor ciertos misterios de la vida y la muerte. Era para mí la coronación de todas las cosas vivas sobre el mundo, y si tendría que corporizarlo lo convertiría en prados infinitos, acaso en un espacio intocable, solo hecho para soñar, que todavía estoy imaginando».