La Historia no es una sucesión de hechos sucedidos sucesivamente, como aseguraba cierta ingenua definición que aprendí cuando transitaba por la Primaria. No quisiera ahora redefinir la Historia. No hallaría la fórmula exacta. Como decía Juan Ramón Jiménez refiriéndose a la poesía, más me gusta sentir la Historia que definirla. Y sentirla, a mi entender, equivale a voltear la vista, observar la teoría de años y siglos que nos anteceden y reconocernos en la masa de hechos y dichos que parten de nuestras espaldas hacia el pasado, y obrar porque el futuro sea fiel a las corrientes matrices de nuestra personalidad como pueblo.
Lo aprendí tardíamente. De adulto. Crecí sin que nadie me dijera que en la porción sur de mi pueblo, bajo unos mangos, amarraba su hamaca o su caballo el Mayor General Francisco Carrillo. No había entonces historia local. Ni geografía de patio. Qué emoción cuando, muchos años después de marcharme, supe que aquel río donde me bañaba se nombraba Caunao, cuyo nombre yo estudié en los textos escolares.
También me sentí más apegado a mi pueblo, que es lo esencial, cuando conocí en amarillentas lecturas sus vínculos con aquel mambí de las tres guerras, oriundo de Remedios. Si toda esa crónica local, si todos esos valores se me hubieran impartido allí, en mi pueblo, mi conciencia cubana habría sido más raigal, más palpable. Porque qué lejanos me parecían Demajagua, Baraguá, Baire, Las Guásimas, Jimaguayú, la calle Paula, el Castillo de la Punta, privilegios de orientales, camagüeyanos y habaneros que nacían o morían en sitios con tanto eco glorioso.
Mi pueblo, sin embargo, poseía también su privilegio histórico. Había entregado su aporte a la nación. Pequeño, pero propio. Ahora ya no me avergüenza que mi villorrio natal apenas se aprecie en el mapa junto a Remedios. Mi mapa histórico es, en mi conciencia, más profundo. Parte de aquella aldea de tres o cuatro calles y casas de madera y tejas, cuyo origen radica en unos mangos insurrectos y se agranda con la presencia de Camilo Cienfuegos y una conferencia azucarera en 1958.
Estoy convencido. La identidad nacional brota, se apuntala, se consolida en la historia local. La gente ha de saber que en el sitio por el cual entró en la vida y donde asimiló los amores y valores primeros y decisivos, o donde reside, vivieron antes otros seres que añadieron pensamiento y acción fundacionales a viviendas y paisajes. El pasado del lar municipal no está vacío. Uno habita en el vacío que antes colmó otro. Soy, en cierto sentido, por aquel que es mi vecino y antecesor en la tradición. Mi semilla.
El ombligo de la historia y la cultura no exhibe su oquedad en el abdomen del último, sino en el del primero. El cordón avanza hacia atrás. Y a él debo el perfil inicial. Aunque a veces lo olvide culposamente.
Hace mucho escribí un artículo argumentando la idea de que los héroes de la patria pueden morir dos veces. La primera, como sabemos, el día en que saltan sobre el tiempo y se mudan a la Historia. La segunda vez, cuando... nosotros los matamos.
¿Y hay acaso pueblos asesinos de sus héroes?
Escribo figuradamente. Pueblo que maltrata su historia se desintegra, porque demuele los bloques sobre los cuales halla solidez, figura y tamaño. Pero morir o dar muerte no son conceptos unívocos. ¿No decimos acaso: estoy muerto en vida? Y cuando la tropología popular inventó esa metáfora sabía la relatividad del no ser, que es la muerte. Y uno puede no ser siendo, si vive deprimido, descreído, sin acicates que diversifiquen y coloreen los impulsos interiores.
Los héroes, pues —y me refiero a los personajes decisivos de la Historia—, pueden morir otra vez sin que haya que repetir el acto físico de extirparles la vida. Los matamos cuando los alejamos de los vivos, cuando los representamos descalzados de sus botas humanas, descontaminados de imperfecciones. O creemos que solo el presente nos pertenece y que el pasado es eso... pasado que ni nos va y mucho menos nos viene. El pasado es también ayer mismo, aunque algunos lo olvidan tanto que ya ni saben qué nombres son esos que aparecen en fachadas de escuelas o de fábricas de su provincia o municipio. Nombres que parecen obra de un marketing insensible y tan ignorante que se pierde por las avenidas de la historia de nuestro país.