«A lengua sinuosa nos están batiendo: cerrémosle el paso a mejor lengua, la hermosa.» José Martí
Por los caminos del Mar Caribe andaba ya José Martí, en vísperas de su desembarco en La Playita de Cajobabo, cuando escribió estas líneas a Bernarda Toro, la esposa amantísima del general Máximo Gómez: «El mundo marca, y no se puede ir, ni hombre ni mujer, contra la marca que nos pone el mundo».
Se refería el Apóstol al deber de hacer cotidiano el sacrificio de aquellos que lo merecieron en los diez años de la Guerra Grande, cuando le nacieron a los héroes los hijos en la gratitud de la manigua profunda de esta Isla a la que le juraron una vez sus destinos. El viejo general partía de nuevo a los combates, ahora sin su compañera, llamado por la fuerza imperiosa de la virtud de los que ven más allá de donde alcanza su bolsillo, y ven los intereses de la patria. Sola quedaba ella con sus hijos y con la doble angustia de verlo partir y de no ir ella misma a enfrentar los riesgos visibles.
Aquella «mano de valientes» tuvo que sortear muchos peligros hasta arribar, en noche lóbrega y tormentosa, a las costas del oriente sur de Cuba. «Salto. Dicha grande», se lee en el Diario de Campaña de Martí, donde aparecen, al decir de Lezama, «los más misteriosos sonidos de palabras que están en nuestro idioma». Por entre espinares y pendientes, cuesta arriba con el rifle, el jolongo y el tubo de los mapas, siente sin embargo algo «como la paz de un niño». Todos se asombran de la fortaleza de aquel intelectual que cautivaba en las tribunas, deslumbraba en sus escritos y enternecía en la íntima compañía de las conversaciones, pero no estaba acostumbrado a las tribulaciones de la guerra y de los montes.
El Diario mismo traza un surco de luz por los lugares que lo vieron encaminarse, feliz y sin temores, al sacrificio último de Dos Ríos. Aquel Vía Crucis fue también su Evangelio. Quiso enseñar que es posible amar y bien sentir, bien pensar y bien actuar siempre, aún en las circunstancias más difíciles. La bondad es un bálsamo contra todos los males. «Ser bueno es el único modo de ser dichoso», había escrito alguna vez allá por la tierra del quetzal, la hermosa Guatemala.
Pide a la noble Manana que Clemencia, la hija del general, sepa que allí, en «el lugar donde la vida es más débil, llevo de amparo una cinta azul», regalo de la joven. Esta cinta aparecerá en su lugar todavía al mediodía del 19 de mayo, en Dos Ríos. Recuerda en esa carta a todos en la casa de Gómez, y les confiesa: «Ustedes son míos».
De aquellos charrascales quedan las semejanzas de estos tiempos de espinas y peligros. Queda también la memoria de que la virtud habremos de llevarla cuesta arriba porque es ardua tarea humanizar con el conocimiento y la ternura a la fiera que siempre nos habita.
«El mundo entero es hoy una inmensa pregunta», volvería a decir él. Hay que buscarle a esa pregunta una inmensa respuesta, global, definitiva, porque la humanidad no dispone de tiempo extra. Y para esa búsqueda del equilibrio que empieza en cada hombre y mujer y acaba en el del universo, parecen haber sido escritas estas palabras con que inicia la carta a Manana que estamos comentando: «Yo solo quiero que estas letras mías le lleguen como prueba de que en las penas que pueda reservarnos este mundo, tienen ustedes, por donde quiera que ande yo en pie, un vigilante compañero».