Tampoco me gusta la complacencia. Y mucho menos la autocomplacencia. De modo que coincido con cuantos me han escrito manifestando su desagrado ante visiones rosadas de una realidad que no presenta en estos momentos colores plácidos, a pesar de cuanto tiene de solidaria.
Desde luego, si la comparamos con alguna porción de este mundo sin equilibrio, ciertas ventajas nos defienden; también si la medimos frente a alguna otra realidad, puede ser que perdamos unos puntos en varios aspectos. A mí me parece que no podemos defender o justificar «nuestros males» con los ajenos. Tal proceder puede halarnos hacia la autocomplacencia. Y esa sensación de bienestar ante lo que hacemos es quizá la más expedita fórmula para inutilizar los sensores de las profundidades y los radares del aire.
Podríamos pensar que después de las apreciaciones que tanto Raúl como Fidel han emitido en los últimos tiempos sobre nuestra sociedad, la complacencia y su versión umbilical tendieran a desaparecer. Pero ese criterio sería también complaciente. Porque algunos siguen pensando que la mejor manera de defender la perdurabilidad del socialismo en Cuba es aceptar que todo está bien y que basta querer para poder. ¿Para poder qué? ¿Acaso para poder seguir acumulando los mismos yerros o las mismas miradas, capaces de ver desbordado un vaso medio lleno?
Lo primero que necesita nuestro país es derribar fetiches, falsas apariencias que parecen haberse empotrado con hormigón armado en la conciencia de muchos de nosotros. De ahí que todavía haya quien estime que los informes suelen ser la expresión correcta de una realidad necesitada a lo sumo de un poco de «autocrítica» para cumplir con la formalidad imperante y pasar por eficiente y creadora.
Si encaramos nuestra situación con los ojos del revolucionario —esa actitud que suele, si es verdadera, enjuiciar las cosas desde la raíz— hemos de aceptar que lo que nos favorece es corregirnos racionalmente y que el primer acto constructivo de la sabiduría consiste en desconfiar de cuanto hacemos en su nombre. Sí, desconfiar de nuestra experiencia, de nuestra aparente infalibilidad: porque la vida no es como algunos han podido creer: un pollito que viene a comer en nuestras manos. Esta imagen encaja en la percepción burocrática, que contamina hasta al más honrado e inteligente.
Estamos hoy esperando decisiones que modifiquen o readecuen ciertas verdades que ya parecen pertenecer al pasado, porque ni material ni generacionalmente Cuba es la misma de los años 60, ni siquiera de los 80. Y nuevos tiempos y nuevos actores y también nuevos y viejos problemas urgen de soluciones originales y no repetidas en la inercia de un accionar que, en algunos, se ha convertido en rutinarios enfoques. Esperamos, he dicho, decisiones que corresponden a las entidades que, habiendo consultado con estimable parte de la ciudadanía, han de hallar las fórmulas exactas y en consonancia con el bien general para concertar al país en la táctica y la estrategia. Pero por qué mientras en el tablero los analistas deciden los movimientos, nosotros los jugadores masivos no empezamos a movernos dentro de nosotros mismos, cambiando en lo que sea posible, aun sin la estructura propiciadora, el modo complaciente, casi «acrítico» que estimamos como un deber principal de comprometida militancia. Por qué no empezamos a renunciar a esa visión que aprecia la política como un rasero sancionador y admitimos que las sociedades de consenso, más que un diccionario de controles y sanciones necesitan el lenguaje de la fraternidad, del entusiasmo y de las palabras que nos unan en la tarea colectiva, en un plano de igualdad, sin cristales ni ruedas que nos alejen unos de los otros. Y ello, por supuesto, sin que se amengüe el natural papel del orden y su exigencia.
Tal vez debamos propugnar entre nosotros el autocontrol, como ciudadanos convertidos en personas y no en polluelos, y echar al agua de las alcantarillas la autocomplacencia, que tanto estimula la egolátrica percepción de que todo «me sale bien... y que no puedo dejar de tener la razón»