Alguien dijo que los cubanos somos demasiado categóricos. Que un europeo —de preferencia un nórdico— es capaz de asimilar una posición contraria y manifestar más atenuadamente su desacuerdo. Si su parecer no se aviene con el de su interlocutor, le dirá algo parecido a «tengo la impresión de que no concordamos; su opinión me merece respeto, pero tengo un punto de vista diferente, y es este: bla, bla, bla...».
Con nosotros —ignoro si es que el Sol nos hace reverberar— no suele ocurrir así. No es la norma. Si mi criterio no se ajusta a la línea del tuyo, puedo ser reprendido con la frase: «¡Estás completamente equivocado!». Nada de matices, nada de «bueno, veamos, analicemos más detenidamente...». No, no: «¡Estás perdido, mi hermano, te fuiste con la de trapo!».
Y un trapo, en efecto, puede ser lo que alberga el seso de quien no entiende que la discusión es brindar argumentos, contrastarlos, ver qué tienen de válidas las opiniones contrarias. ¡Y aceptar lo que se tenga que aceptar! Si en lugar de ello la emprendemos a patadas verbales con quien dedica su tiempo a dialogar con nosotros, pues apaga y vamos, que no hay nada que hacer.
Está claro: como yo tengo la razón por el mango, o la sartén, o ambas, usted, si no me comprende, tiene dos opciones: o es tonto, o el camión de la inteligencia pasó por otra calle, muy lejos de su casa. La descalificación se convierte en el arma predilecta: si no pensamos igual, usted está muy mal, sus ideas no parecen brotadas de mucho más que una neurona, y no me explico cómo es posible que se sepa los múltiplos del dos.
En lo personal, he sufrido descalificaciones. O sea, no «sufrir» en el sentido de «Oh, qué ingrata es la vida», y largar una lágrima antes de dejar caer el telón. Las he experimentado, para mejor decir. A pesar de que, a quien me adversa, le he ofrecido bases para sustentar mis posiciones, que pueden ser más o menos sólidas, según el gusto del consumidor, pero que parten de un razonamiento mesurado, de una consideración seria de la realidad.
Bueno, pues por no aceptar «verdades» impuestas, a veces me ha caído encima el gorrito de «nada inteligente». De un ¡zaz!, en vez de articular palabras, podría especializarme en rebuznar, por obra y gracia de alguien que se dice tolerante y me convoca a tolerar (dada mi intolerante intolerabilidad, ¡uf!).
Según este criterio, se debe ser «condescendiente» y quedarse sin chistar ante lo que estimamos erróneo. No, no, un momento: ¿quién me habrá de quitar el derecho al pataleo? ¿Por qué abstenerme de disentir, desde una posición de respeto al otro?
Además, ¿quién dijo que la «verdad» del otro, lo que él tiene por válido, es garantía de bueno y correcto, y que hay que bajar la cabeza, asentir y recitarlo como un mantra, a la manera de un monje tibetano? ¿Y por qué —colmo de todos los porqués— se ha de recibir un insulto si las razones que el contrario cree inamovibles no entran en las entendederas y las concepciones del prójimo?
Falta cultura del diálogo. Escasea la visión de que el debate enriquece. Solo que este, en puridad de verdad, no es que todos digan lo mismo. No es verborrea unidireccional, sino contraposición. Y claro: dentro del comedimiento. Lo demás es ladrarse.
Pongámonos el sayo...