A la distancia la descubrió con su vista de águila sobre el banco del parque. Entonces apretó el paso, y al llegar se sentó pegadito a la cartera. Respiró profundo, mientras sus ojos iban de un lado a otro para ver si alguien lo espiaba. Acababa de comprobar que nadie en específico se estaba fijando en él.
Era el momento de actuar, y así lo hizo: se sacó la camisa fuera del pantalón y con la maniobra, la cartera quedó cubierta. Después de esperar unos minutos, sin pararse del asiento, se arregló de nuevo la camisa, y de esa manera disimulada, la billetera fue a parar al bolsillo trasero.
Volvió a hacer un paneo con sus ojos por el escenario. Nadie se había percatado. La mayoría de la gente estaba extasiada en aquellas caderas de las bailarinas que desbocaban los deseos y las ilusiones.
Tras pararse, comenzó a caminar más despacio que de costumbre, y enrumbó por las calles en que sabía era difícil que le saliera al encuentro uno de sus amigos, pero traicionado por el desespero, una y otra vez, tocó con la mano la billetera. «Está cargadita», pensó.
No podía esperar a llegar a su casa. Se dirigió a un baño público que, por suerte, estaba vacío y extrajo el botín que el azar puso en su camino. Abrió la parte destinada a colocar los billetes, los ojeó rápidamente y un escalofrío, por la emoción de lo que vio, lo estremeció. Había tres billetes de dólares de los grandes.
Multiplicó en un instante: 75 mil pesos cubanos.
Volvió a guardar la cartera, y salió en busca del aire fresco que batía la calle.
Fue en ese momento, rumbo a su casa, cuando comenzaron a surgir las dudas. Siempre había criticado a los ladrones y corruptos, incluso, había sorprendido a algunos en sus jugarretas y los llevó a rajatabla.
Y se daba ánimo a la vez. Él no había cometido ningún delito. La billetera estaba allí. ¿Cómo evitar agarrar aquel manjar? Además, conocía gente que devolvió dinero encontrado y muchos se burlaban de ellos.
«Durante 60 años enseñé a mis hijos a respetar lo ajeno». Le brotaba en la memoria que una vez su Marta vino a la casa con un lapicero que se encontró en la escuela y le exigió devolverlo a la maestra, porque los educó sobre la base de la honestidad.
«¿Cómo aparecerme ahora diciendo: “Miren, me encontré esta cartera y me la voy a coger”? Aunque no me lo digan, pensarán: “nuestro papá acaba de debutar como ratero”.
«¡No puede ser, coño! ¿Cómo tres billetes verdes, en el ocaso de la vida, van a acabar con las virtudes en las que creo? ¿Será una prueba del más allá? Nadie sabe...
«No sé... A lo mejor al que se le perdió tiene tanto dinero que ni le interesa recuperarla. Quizá resulte tan tacaño que solo me da las gracias.
«¿Qué haré? ¿A quién confiarle el secreto?
«Lo mejor es ir a la policía y entregarla para terminar con esta pesadilla. ¿Para qué me habré fijado en la condenada cartera?
«Quizá alguien me haya visto... Sí, como no, ahora me doy cuenta. Cerca de mí, en otro banco, vi a mi amigo Juan, y qué extraño, no me saludó.
«Casi seguro que se percató de que cogí algo y mañana, si no le digo nada, es capaz de preguntarme: “Oye, ¿qué fue lo que encontraste ayer en el banco?”
«Seguro que lo va hacer. Ya lo imagino con su rostro de bonachón frotándose las manos y pensando: “A ese extremista lo jodo yo”».
Llegó sudoroso a la casa. En él nada denotaba desasosiego, aunque vino la pregunta sospechosa.
«¿Y a ti qué te pasa?» «Nada», replicó.
En ese instante entró su hijo Roberto, de visita en el país. Estaba pálido, agitado. Sin siquiera saludar, entró al cuarto, donde registró cada rincón.
«¿Qué ocurre, Roberto? Habla, muchacho», inquirió la madre.
«Se me perdió la billetera».
Entonces, el hombre del parque entró al baño y cerró la puerta. Y casi se muere de alegría al comprobar que tenía en el bolsillo la cartera de su hijo.