Las erratas me recuerdan la bendita imperfección del ser humano. Qué aburrido sería todo sin traspiés. Pero cuando les quitamos el pie de encima, se las traen esos gazapos, que nacieron con el cansancio o la turbación de copistas y escribanos en la Antigüedad, luego tipográficos gracias al viejo Gutenberg; y hoy «microsoftianamente» digitales.
Tales yerros pueden desencadenar efectos insospechados cuando modifican el sentido de un edicto, una resolución oficial o un titular de primera página. Se cuenta que el Papa Clemente XI murió de una apoplejía, a consecuencia de una errata detectada horas antes, cuando revisaba sus homilías recién impresas. Y vaya a saber cuántos caracteres o cifras torpemente modificados pueden haber torcido el rumbo de la Historia.
Pero a diario hay otras erratas minúsculas, que sin ser fulminantes, matan a cuentagotas la paciencia del común mortal. Y se las debemos al descuido de funcionarios, empleados, secretarias y toda esa galería de personajes tras burós, que debemos recorrer para cumplir ciertos trámites, recibir determinados servicios; o sencillamente vivir en sociedad.
A diario me llegan las quejas de personas que experimentan un calvario de equívocos a consecuencia del desliz arrojado mecánicamente por alguien en una planilla, informe o solicitud. Sí, porque muchas veces nos encomendamos al «ábrete, sésamo» de los altos funcionarios, y no sopesamos que bajo ellos hay decisivos poderes en la distracción o el descuido de esos rostros pasajeros que cumplen órdenes, nos piden cuatro datos sin mirarnos apenas, y se nos desdibujan tras el golpe seco del último cuño estampado.
Ahora que tanto se habla de agilización y simplificación de trámites —sí, más palabras que hechos se acumulan—, valdría la pena estudiar a fondo qué incidencia tienen esos lapsus mentis en los laberintos interminables que la sietevidas Burocracia impone a los ciudadanos. Porque cada errata de esas las paga «la población» con alargamientos y espinosas enredaderas en sus gestiones.
Como el Sísifo de la antigua Grecia, condenado a cargar una y otra vez hasta la cima de la montaña, aquella inmensa piedra que caía al llegar a la cumbre; así muchas personas son castigadas a repetir y recomenzar de cero diligencias de por sí engorrosas, cuando ya creían haber llegado a la cúspide del trámite. La diferencia es que Sísifo purgaba así sus crueldades, y las personas sufren inocentemente estos descuidos tras el buró. La diferencia también, con respecto a la paciente Penélope que destejía lo tejido aguardando a Ulises, es que los ciudadanos ven enredarse los hilos de su vida por una simple formalidad documental, ajena al amor eterno.
La razón de cualquier errata deslizada en una oficina pública, pudo ser el entretenimiento de quien tomó o copió los datos. Quizá fue la charla sobre el último capítulo de la telenovela con la otra empleada, la conversación telefónica con la pareja, o cualquier intrusión con que la (o el) del buró distrae su poca devoción al trabajo, que es decir al ciudadano-cliente-consumidor-reclamante, apenas una cifra por despejar en la jornada del día en una oficina pública que debiera ser toda delicadeza y esmero.
En las cartas me llegan verdaderos émulos de El Proceso, aquella laberíntica novela de Franz Kafka: legalizaciones de viviendas o solicitudes de permutas que se embrollan porque alguien modificó una letra en el nombre de la madre, o en la fecha de la inscripción de nacimiento, al punto de hacer explotar al solicitante, quien llega a exasperarse y a desear no haber nacido. Un dígito cambiado en el número del carné de identidad, sencillamente puede representar que el teléfono otorgado demore meses en instalarse.
Luego te dicen que fue un error de la computadora, como si ellas portaran los hardware y software de la inoperancia. Pobres computadoras, que ahora cargan las culpas del dedazo humano.
Podría estar relatando verdaderos suplicios a cuenta de la chapucería, el desinterés y el descontrol en entidades públicas, y no me alcanzaría la columna. Prefiero soñar con que algún día la eficacia de esos funcionarios y «adláteres» —y sus puestos también— dependan de la medición de ese índice. A ver si los hacemos rectificar, o al menos esperar por una nueva oportunidad, como Sísifo. A fin de cuentas, un dedazo o un dedito mal introducido pueden pasar un día, pero no persistir. «Errarum humanum est»... pero no tantuuuuuum que jeringuuuum la vida.