En aquel entonces el recién estrenado alumno de Secundaria que fui, se desentendió casi por completo del «correcorre» de quienes estaban a su lado, y tampoco pudo explicarse del todo el porqué de las lágrimas escurridizas de su vecina que había conocido al Guerrillero americano.
Por esa fecha no acostumbraba a leer periódicos y mucho menos a escudriñar el trabajo de laudables reporteros en busca de buenos textos. De vez en cuando veía el noticiero, como furibundo penitente al que sus padres obligaban a sentarse frente al televisor, justo a las ocho, para «estar informado».
Aquel adolescente que fui, tuvo entonces que conformarse con el escueto titular del maestro y poco a poco ahondar entre sus más allegados hasta comprender mejor los pormenores del venidero acontecimiento.
En sus esporádicas visitas a la ciudad, aquel muchacho de infancia pueblerina nunca superó el asombro de la estatua mayor: esa mole de color verde olivo de más de seis metros de alto, que parece levantar la mirada y, en marcha, dar la bienvenida al viajero que, de Occidente, se acerca a Santa Clara.
Es difícil calmar la admiración de quien nunca había visto la configuración de un ser humano de tales dimensiones esculpido en bronce. El rostro de la gallarda figura le era familiar, aunque siempre su mirada escéptica de niño se sorprendía ante la quietud y a la vez la aparente movilidad del rebelde.
Como cada 8 de octubre, en el de 1997 también se escuchó en el patio de su nueva escuela la voz de Carlos Puebla, diciéndole «Hasta siempre» al soberbio Comandante. No faltaron en la ocasión los versos «guillenianos» alegóricos al héroe y, por primera vez, la poesía de Enrique Núñez Rodríguez proclamó, de común acuerdo con Guevara, un buen sitio en el corazón de Cuba para traer resultados y echar a andar heroicos huesos.
Al término del homenaje algunos escolares fueron convocados para acompañar, días después, hasta su nicho de mortal eterno, al hombre por el que tantas veces habían levantado la mano derecha por encima de la frente en gesto de leal juramento. Para fortuna anecdótica suya, el sosegado estudiante, a pesar de sus despistes iniciales, se encontraba entre los designados.
Bien temprano amaneció su pueblo aquella mañana del viernes 17. Ni en tiempos de inminente ciclón se había vivido una madrugada tan agitada. Cientos de personas caminaban apuradas por las calles, con banderas cubanas y hasta sudando sin que asomara el sol. Al fin rompía la inmensa caravana de guaguas repletas rumbo a la urbe mayor. La villa de la histórica hazaña guevariana estaba a punto de cerrar su viejo siglo.
En medio de una explanada atestada y palpitante, frente a una multitud de infatigables «ernestos» llegados desde los más apartados rincones villaclareños, y al lado de la misma efigie que había causado innumerables fascinaciones al pionero, Fidel insistió en no pensar en despedidas, sino en recibimientos. Y se preguntó preocupado, en plena faena discursiva, burlando toda lógica geográfica y humanista: ¿Cómo el Che podría caber en aquella plaza?
A la vuelta de dos lustros, el imberbe discípulo que otrora descuidó la primera noticia, ha crecido, como también ha crecido la gente que lo vio vestir un día pantalones amarillos y escoltar, bandera en mano, al más humano de los símbolos. Por el contrario, Guevara no ha cambiado, más bien nos ha hecho cambiar. Y es precisamente su fuerza encabritada para hacer revoluciones la que jamás cabrá en su memorial solemne.
Ahora este aprendiz de futuro redactor vive convencido de que hace diez años el Che volvió a Santa Clara, aunque los nuevos titulares del progreso prueben la ubicuidad del guerrillero. De seguro habrá otras madrugadas ajetreadas y otros niños contando en el futuro sus historias, mientras el combatiente sigue beligerante y alerta, desde su séquito cubano y «estrecho», en cada octubre de remembranzas.