Unos jóvenes se cuadran y hacen el saludo nazi. Entre sus «hazañas» figura haber pintado la esvástica en la pared de una sinagoga, y más allá, en otro edificio, una frase: «Muerte a los judíos».
Un dato: dos de estos cachorros de Goebbels llevan tatuado un número: 88. La misma cifra que, dos semanas atrás, algún fanático neonazi pintarrajeó en la fachada de un inmueble en Muegeln, este de Alemania. Ochenta y ocho es dos veces la letra H. Y ello significa, desde luego, «Heil Hitler!».
Ah, no, pero los sujetos de esta historia no viven en Alemania ni en ninguna otra parte de Europa. Acomódense para no caerse: ¡son judíos israelíes!
Quien tenga dos dedos de frente y alguna vez haya leído dos o tres párrafos de historia, creerá que me equivoco. Sin embargo, el mismo asombro cunde en Israel. El periódico Yedioth Ahronot tituló en su portada: «¡Increíble!». Y tiene motivos para la sorpresa: ¿Cómo puede ser que, en el país que fundaron los sobrevivientes del Holocausto, haya judíos que quieran exterminar a los judíos y asuman los criterios y la parafernalia nazi?
Parece ciencia ficción, pero no lo es: el domingo, la policía de Tel Aviv dio a conocer el arresto, hace un mes, de hasta ocho jóvenes israelíes —inmigrantes rusos de ascendencia judía— que integraban una célula neonazi. Las tropelías de estos vándalos, documentadas en videos y fotos por la misma banda, incluían pateaduras y punzonazos en plena calle a extranjeros, drogadictos y homosexuales, así como insultos y pedradas a judíos ortodoxos. La televisión israelí mostró imágenes de personas tendidas en el suelo mientras estos criminales les daban puntapiés, y de un hombre al que golpearon con una botella en la nuca.
El colmo del absurdo lo aporta el jefe del grupo, Eli Boanitov, en una de las grabaciones: «Mi abuelo era medio judío. No tendré hijos, para que esa basura no nazca siquiera con una sola gota de sangre judía (...). Soy nazi, seguiré siéndolo, y no descansaré hasta matarlos a todos».
¡Hum! Vaya neurosis suicida. La sociedad israelí está perpleja, la policía dice que es el primer caso, y en el Kneset (Parlamento) algunos diputados han pedido se les revoque la ciudadanía israelí a estos macabros tipos.
No estaría mal. Aunque también pudieran indagar sobre quienes, más de una vez, han pintado esvásticas hitlerianas en el monumento al primer ministro Yitzhak Rabin, asesinado por un extremista israelí en 1995. ¿O es que Rabin se las merece por haber accedido a un acercamiento con los palestinos? Rectifico entonces a la policía: este no es el primer caso... Aunque quizá sí el más mediatizado.
Volviendo a lo esencial: ¿Cómo es posible tal proceder en un judío? Parte de la respuesta está en la denominada Ley del Retorno, de 1950, legislación que estipula que, si una persona acredita que uno de sus abuelos era judío, puede asentarse legalmente en Israel.
¿Qué pasó en el caso de estos ocho criminales? En el sentido estricto de la ley judía, es judío aquel cuya madre lo es, pero en el caso de ellos se trataba solo de algún abuelo. Y sus nexos con el judaísmo —la religión que se exige a quienes desean adoptar la ciudadanía israelí— eran nulos. ¿Qué hacían, pues, en Israel?
Sencillo: Tel Aviv, que hace mucho tiempo vio perdida su batalla demográfica con los palestinos, abrió a principios de la pasada década las puertas a un millón de inmigrantes de la ex Unión Soviética con supuestas raíces judías. La rigidez de los controles se difuminó por la prisa de «ser más», y así, a muchos de quienes llegaron por motivos económicos, les resbalan la cultura judía y el apego a una tierra que no es realmente la suya.
Nadie se asombre, pues, de que unos tontos peligrosos alardeen de «acabar con los judíos» en el mismo Israel. Es la gran paradoja: los árabes-israelíes no pueden invitar a su casa a sus parientes palestinos, mientras los admiradores de Adolf golpean y dibujan cruces gamadas.
Por cierto, ¿serán solo ocho...?