Vísperas del inicio del curso 2007-2008, Juventud Rebelde pulsó criterios del maestro cubano sobre nuestra magnánima educación, obra de seres humanos que se crecen sobre mil contratiempos.
Pero este escolar sencillo que ahora medita, con más de una asignatura desaprobada y otras pendientes en el aula de la vida, observa desde la esquina del barrio insular a esa escuela cubana de puertas abiertas, donde caben todos los niños como en ningún paraje del mundo. La aplaude y la enjuicia a la vez. La sueña mejor. ¿Por qué no, si la quiere?
Si me preguntaran a qué aspiro para la escuela cubana en este nuevo curso, respondería sin titubeos: que agrave su cardiomegalia. Dicho de otro modo: que tenga más corazón, y cultive con más altos rendimientos en el terreno virginal del niño y el joven, esos sentimientos, impulsos y virtudes, tan necesarios para entender y transformar la vida como el teorema de Pitágoras, la infalible gravedad de la manzana de Newton y la evolución de las especies, Darwin mediante.
Una instrucción que seduzca aún más el alma, y cabalgue con la ética y la virtud como los mejores medios de enseñanza, más allá de la tecnología que ya favorece y ensancha nuestras cátedras, y de todas las metodologías y los lineamientos posibles. Un aula como factoría de buenos hábitos y costumbres, en una suerte de cofradía con la familia y el resto de la sociedad.
Una clase imaginativa y abierta, que seduzca y entretenga enseñando, y parezca siempre el recreo jugando al saber. Una calistenia permanente del pensar y el sentir. Que los conocimientos sean, placer; y prevalezcan por encima del puntaje y los promedios necesarios. Que el escalafón no sea para escalar y sí para premiar a los más esforzados y capaces.
Sueño cada vez más con la Historia como una aventura de carne y sangre; en la pasión misma de los combates y no como una mera y fría sucesión de hechos dictados por el profesor para la memoria. Sueño con que el patriotismo, las convicciones y sentimientos se forjen a diario, con ejemplo y talento, y no queden para escena, en el tedio repetitivo de la simulación y la formalidad. Que los niños y jóvenes sean eso: niños y jóvenes, y se expresen como tales, con lo que sienten y no como esbozos o caricaturas de adultos.
Que el maestro, por joven e inexperto que pueda ser, mantenga el cariño, la identificación y el liderazgo, pero siempre sobre los rieles del respeto y la autoridad moral. Que la disciplina se afiance, no como un dogma impuesto, sino como el consenso racional de la convivencia, fruto de inteligentes estrategias.
Aspiro como cubano, padre y compadre, a que el colegio sea un sitio hermoso de la comunidad, no solo por su relumbre material, sino por el espíritu que irradie entre sus persianas. Aspiro a que esa escuela sea un muro contra todo lo que atrapa y envilece al hombre como una bestia.
Así es como quiero a la escuela cubana, desde mi esquina.