No es ciencia ficción. No es paranoia. La información proviene ahora de una de las publicaciones más reconocidas en materia de actualidad digital, la revista norteamericana Wired. El Buró Federal de Investigaciones ha construido silenciosamente un complejo sistema de vigilancia que, con solo pulsar un botón, facilita las escuchas telefónicas instantáneas de casi cualquier dispositivo de comunicaciones privadas, aunque esté a mil millas de distancia del puesto de espionaje. En otras palabras, un agente del FBI en Nueva York, por ejemplo, puede monitorear todas las conversaciones y correos electrónicos que envíe alguien desde la ciudad de Wasilla en Alaska.
El sistema de seguridad, llamado DCSnet —siglas de Digital Collection System Network—, conecta a las oficinas de intercepciones telefónicas del gobierno de EE.UU. con los interruptores situados en proveedores de internet, teléfonos fijos y compañías de celulares.
«Es —dice Wired— la red más intrincada en la telecomunicación para monitorear a los sospechosos. Una de sus variantes, el DCS-3000, se conoce como “anzuelo rojo”. Este tipo de vigilancia recoge la información de todos los números marcados desde un mismo teléfono.»
El DCS tiene otras variantes: una conocida como «tormenta digital», que captura y recolecta el contenido de las llamadas telefónicas y de los mensajes de texto; y una tercera, que es utilizada específicamente para «rastrear espías y terroristas».
Lo que no dice Wired es que esto es tan viejo como la historia del espionaje electrónico, concebido por militares yanquis desde que se tuvo noticias del primer transistor. Las primeras herramientas de intercepción electrónica de los norteamericanos se remontan a la intervención en Vietnam. En 1967, el experto en comunicaciones William Hamilton, de la entonces ultrasecreta Agencia de Seguridad Nacional (NSA), inventó un diccionario de términos vietnamita-inglés y una cadena de puestos de escuchas que filtraba los mensajes del Ejército Popular.
De entonces acá las orejas del Pentágono se han aguzado hasta lo indecible, beneficiándose de la revolución de las comunicaciones electrónicas, los satélites y los microcircuitos, que ha cambiado la cara del espionaje: códigos más rápidos y seguros y mejores imágenes llegaban por una computadora cada vez más eficiente. Los sensores permitieron separar miles de conversaciones; el análisis de espectro fotográfico distinguía, entre millones de puntos, solo aquellos que interesaban; los microchips hacían posible oír un suspiro a metros de distancia; las lentes infrarrojas permitían ver en medio de la noche.
En realidad el DCS del FBI que acaba de aparecer en el espectro informativo norteamericano no es más que una variante más moderna —y siniestra— de Carnivore, usado durante años por el gobierno norteamericano para monitorear las comunicaciones a través de internet. De esta última nos enteramos que existía en el 2000, cuando un proveedor de servicios web se negó a instalarlo y a partir de ahí se desencadenaron las protestas de grupos a favor de las libertades civiles.
Carnivore fue la tercera generación de los sistemas de redes de espionaje del FBI. El primero se llamó Etherpeek, un sistema que el gobierno norteamericano ahora vende a países «amigos» para que realicen el trabajo sucio y lo compartan con los servicios de inteligencia yanqui. Hubo un segundo, Omnivore, y más tarde, el DragonWare, que tenía tres partes: Carnivore —para capturar información—, Packeteer —que convertía la información capturada en texto coherente— y Coolminer, que los analizaba.
En octubre de 2006, la Electronic Frontier Foundation, una organización integrada por abogados y defensores de los derechos civiles, denunció la existencia del DCS-3000 y nadie le hizo el menor caso. Había que rastrear muy a fondo el tema para enterarse del asunto. En nombre de la guerra contra el terrorismo, el FBI se negó a entregar los documentos confidenciales sobre esta herramienta, a pesar de que estaba obligado a hacerlo de acuerdo con la Ley para la Libertad de la Información (FOIA, por sus siglas en inglés).
Ahora Wired, una publicación absolutamente libre de toda sospecha de filiación izquierdista, suma más evidencias de que el control de las nuevas tecnologías es una estrategia medular del proyecto de dominación norteamericano, acerca de la cual no existe todavía suficiente conciencia en los movimientos que se oponen al modelo hegemónico. El «anzuelo rojo» es la más reciente señal de que Estados Unidos avanza a marcha forzada para instalar la sociedad de la vigilancia global.
Y el color del anzuelo no es pura coincidencia.