Son como torres de Babel, pero en sentido horizontal. A semejanza de la construcción bíblica, tal pareciera que en muchas calles y avenidas de nuestras ciudades confluyen todos los transportes del mundo, incluso los que no debieran estar.
Los ejemplos hablan por sí solos. Vaya en un auto, en horario pico, por la Avenida de Rancho Boyeros a buscar la rotonda de la Ciudad Deportiva y se verá en medio de una pequeña guerra. De vez en cuando, para cerrar con broche de oro, aparece un carrito con su carrocería dañada y con un policía al lado, preservando la escena del «crimen».
Esto es en una gran ciudad. En otras, más modestas, los actores aparecen en mayor variedad; pero los apuros, en definitiva, son los mismos. Por ejemplo, a la misma hora en que la Ciudad Deportiva es un tormento, en Ciego de Ávila la calle Máximo Gómez se convierte en su prima hermana.
Entonces se ve un río de autos en dos direcciones, en medio de malabares porque los bicitaxis deben ir pegados a la derecha y van por el centro, y cuando parece que van a doblar a la izquierda, hacen un giro y se quedan en el medio.
«¡Vale dinero manejar por aquí!», exclamó una vez a un chofer de ómnibus otro que «pugilateaba» con los vehículos que tenía en frente, a un costado, los que venían por detrás con ánimo de adelantar y los que avanzaban más adelante, aunque haciendo los zigzags de rigor.
Esa especie de crecidas se ha convertido en uno de los síntomas de un problema mayor. Y es que nuestras ciudades padecen de un hacinamiento vial, que a ratos amenaza con desbordar las calles. Ellas han crecido en personas, pero poco en la infraestructura para atender ese volumen. O, al menos, no se han materializado las fórmulas para descongestionarlo.
Y la solución está. Meses atrás, JR dio a conocer el estudio hecho por un grupo de especialistas (Conflicto en el óvalo, 28 de marzo, Margarita Barrio y Dora Pérez), que valoró las posibilidades de mejorar el flujo vial en la Ciudad Deportiva. La propuesta, en esencia, consistía en mejorar la pavimentación de otras arterias cercanas y utilizarlas para descongestionar el tráfico en la rotonda.
En la medida de lo posible, sería válido aplicar esa idea en otros lugares del país. Porque, además del aire de carnaval mal pensado que el excesivo tráfico y el poco espacio le otorgan a la urbanización en que convivimos, traen muchas veces un desenlace conflictivo y en ocasiones fatal.
Si la tendencia fuera a que el flujo se atenuara, estaríamos en calma. Esa, sin embargo, no parece que sea la realidad. Los bicitaxis aparecen por doquier y con caras nuevas, los cocheros son más audaces, como también lo son los nuevos conductores, sentados detrás del volante y con más deseos de parecerse a los actores de la película Rápido y furioso que de exhibir la consabida cordura.
En medio de esa coexistencia —a veces no tan pacífica—, uno se pregunta qué tienen en común un auto o un «panelito» con un bicitaxi y hasta con un coche tirado por caballos para que avancen por una misma vía, a una misma hora y con los mismos apuros. Poco, en verdad, pero ahí están.
Por eso hay que hacer como los demiurgos: ordenar el caos, y como buenos brujos de campo decir: «Los bicitaxis y los coches por esta calle y los vehículos de motor por esta otra». No la que tiene cuatro sendas, sino la humilde calle de barrio, la misma que pasa a unos cien metros de nosotros.
Esas arterias, muchas de ellas con un aspecto más cercano a un valle lunar que a una vía de ciudad, son las que pueden echarnos la mano en este conflicto de obesidad. Sí, de obesidad porque, como los buenos gordos, parece que no sabemos cómo acomodar las libras sobrantes. Pasémosle la mano a esas calles pequeñas, pero cargadas de nostalgias. Usémoslas para aliviar los ahogos del tráfico. Y seguro que algún hipertenso lo agradecerá en silencio, pero de manera infinita.