Lili tiene poco más de 20 años, y de pequeña solo conseguíamos que dejara de ducharse en el patio de la abuela, bajo la amenaza de la inminente irrupción del Lobo Feroz, que no creía ni en leñadores ni en caperuzas, y mucho menos en resfriados inducidos.
Luego de dar algunas vueltas, de superar la etapa de su difícil adolescencia de oídos y ojos vendados, por fin la muchacha se contentó con los nuevos aires de la enseñanza universitaria, en su municipio habanero de Plaza de la Revolución. Ahora, trabaja, estudia y es, en su familia, otra de las esperanzas en la ciencia de la Comunicación Social.
La historia puede que se repita en muchos lugares. A cada rato salen reportes en nuestros medios de prensa sobre esos jóvenes que han visto en la municipalización de la enseñanza universitaria otra oportunidad, incluso cuando pensaban que todo estaba perdido y el sueño de un título universitario, si lo tuvieron alguna vez, no sería más que eso: un sueño.
Ya comienzan a graduarse los primeros frutos de esta idea extraordinaria, ejemplo vívido de una Revolución que centra en el ser humano y en la capacidad de este de ser mejor, la más juiciosa de sus expectativas. Porque eso ha sido el proyecto también, una apertura a los que no entendieron desde el principio que las fiestas a deshora, o las distracciones prolongadas podían esperar. Y esto para contar lo menos terrible.
Estamos así ante una nueva revolución educacional, cuyo objetivo principal sería el de garantizar la continuidad de estudios de quienes acudieron al llamado de los cursos de formación emergente, nacidos al calor de la Batalla de Ideas y que dieron respuesta ejemplar al déficit de trabajadores sociales, maestros y enfermeros.
De manera que la Universidad de hoy no es más una imagen mayestática, privativa de acuciosos estudiantes (en los que me incluyo), ni siquiera de los más talentosos. Tanto a los primeros como a los segundos, la más sincera de las felicitaciones y el deseo de que sigan por el mismo rumbo porque las ciencias matemáticas, biológicas, humanistas, o de cualquier otra clase, no pueden prescindir de ellos para su desarrollo.
Pero sigamos dando un chance a los otros, que no serán menos, pues ya van edificando el espacio de sus satisfacciones. También ellos serán imprescindibles. Y los rostros de sus padres no pueden reflejar más felicidad. De ahí que la idea de llevar la universidad a los municipios tampoco hubiera sido posible sin la vinculación de la familia con sus jóvenes. No por casualidad se ha insistido en el papel de pilar de dicha relación en toda circunstancia.
Por eso la madre de Lili, la chica del principio, acompaña siempre que puede a su hija, cuando esta va a discutir un trabajo de investigación. Su niña, que por fin ha madurado, no obstante sigue mereciendo sus consejos de respirar profundo antes de comenzar la exposición de su materia y la necesidad de confiar en fuerzas propias. No es sobreprotección, es implicarse en la obra que su retoño construye.
Estos muchachos no necesitan cinco puntos en su empeño, pues ya la máxima calificación se la dieron ellos mismos cuando universalizaron también su fe. Toca a quienes tienen la oportunidad de participar en su formación, transmitirles el rigor que entraña realizar estudios superiores, sí, pero inspirados en esa singular y reconfortante vocación de educar. Es la mejor manera de entender el mensaje que durante siglos envía la madre nutricia, Alma Máter, símbolo eterno de los decididos a crecer y a crear, a la altura de su regazo.