Muchos conocemos el chiste. Dios bajó a la tierra y tomó al azar a un ruso, a un norteamericano y a un cubano, y les dijo que pidieran un deseo.
El primero quería ser dueño de la nueva cadena de Mc Donalds que crecía en la capital rusa y le fue concedido. El segundo, tener el capital de Bill Gates y, de inmediato, se transformó en un afamado accionista. Finalmente cuando le tocó el turno al cubano, este explicó: «Mira, Dios, mi vecino trabaja para una firma extranjera y tiene tremendo carrazo con tarjeta magnética para la gasolina; televisión de pantalla líquida con DVD Player; viaja dos veces al año al extranjero y se va de vacaciones todos los veranos, con el familión, a Varadero...» Y el Todopoderoso, terriblemente intrigado, le preguntó: «¿Y tú quieres lo mismo?» A lo que el cubano ripostó con la rapidez de un rayo: «¡No, yo lo que quiero es que se lo quites todo!».
El cuento, cuento al fin, nos duele de todos modos cuando uno se percata de que, lo que pudiera tener de simpático, se convierte en patético por algunos especímenes sociales que aún subsisten y que aparecen aquí retratados.
Sabemos que mientras unos se dedican a construir y no tienen tiempo siquiera para fijarse en el color con que el vecino pintó su casa, otros se «entretienen» en destruir la concordia de un país tan noble como el nuestro con el fisgoneo insano que amenaza la salud espiritual. Son esos que escrutan, con ojos de águila, el nuevo par de zapatos que usted se compró y sueltan, por lo bajo, un ¡jummm! que se traduce como: «¡A saber de dónde los habrá sacado!». Los mismos que quisieran tener ojos infrarrojos para poder taladrar el cajón que el otro carga y descubrir qué lleva dentro.
Y para vergüenza de todos, este no es solo un mal de comadres. El germen de la deshonestidad puede crecer, también, en cualquier oficina. Ante la asignación a un colega lo mismo de una computadora que de un simple bolígrafo la reacción inmediata no es la del análisis objetivo, en el escenario preciso, de lo que pudiera ser una decisión justa o marcada por el privilegio como hijo bastardo del favoritismo y la componenda. De inmediato se iza el circo del chisme. El examen sosegado es aplastado cuando Pandora deja caer su caja para que escape su rebaño de sentimientos impúdicos.
Así surge la descalificación más despiadada del compañero que, incluso, hemos llegado a llamar falsamente, en algún momento, amigo. Florecen, entonces, las sonrisitas de comisura; las miraditas torcidas y un «chiqui-chiqui y ruqui-ruqui», de oído a oído, que es como el abejeo sin miel del lleva y trae. Es el retablo idóneo para que actúe, una vez más, ese personajillo malévolo que el gracejo popular ha nombrado, de manera magistral, como «el chivatito jaranero». Es ese tipo «simpático» que espera a que el comedor esté a reventar de gente para declamar su monólogo, ante el beneficiado, en supuesto tono de broma y a toda voz: «¡Oyeee, cómo te están premiando tus llegadas tarde!».
En el barrio, lejos de la vigilancia justa de los mecanismos sociales que pretenden servir de contención a ciertos actos delictivos, abundan las «comadrejas», y los «compadrejos» también, que le llevan su vida, a punta de lápiz, del pe al pa. Saben ellos más de usted, que usted mismo.
Tampoco la familia permanece inmune. Ante el éxito de uno de sus miembros nunca falta el pariente, cercano o lejano, que deje resbalar, con la suavidad del quimbombó y la maledicencia del mismísimo Belcebú, esa frasecita, de apariencia ingenua, que tanto se encona: «¡Claro, como él es amigo de fulanito o se va de pesca con menganito...!».
Les Luthier, el afinado grupo humorístico argentino, dio en el blanco con la definición que mejor dibuja tales actitudes, cuando expresó que, en muchos casos, «Lo importante no es ganar, sino hacer perder al otro».
Y es que a veces, desde el barrendero y el ejecutivo hasta el funcionario y el intelectual, en lugar de dedicarnos a cultivar la permanencia de la superación por las vías del decoro, nos desgastamos en prácticas tan despreciables como la de desacreditar al otro o a la otra. No acabamos de entender, o no queremos, que mi compañero no tiene por qué ser mi contrario sino el atleta que, a mi lado, tiene la misma posibilidad, según su capacidad y su esfuerzo, de ganar la carrera.
Decía Martí que la honestidad es un principio insoslayable de la virtud; palabras que izó con la luz propia de sus acciones ante un mal como este, que existe desde que el mundo es mundo, y puede reducirnos a la necedad de las cenizas si no lo arrancamos de raíz en el saneamiento de los valores que pretendemos defender.
Vivir obsesionados en cómo hacer perder al otro nos ensucia el alma, nos desgasta en la faena fatua y no nos deja ganar. Esas mezquindades van llenando el morral que hace más pesado el camino. La vida no es otra cosa que una carrera de relevo donde el último corredor no es menos importante que el primero; donde la meta presupone la pericia y la exactitud de saber pasar el corazón, totalmente transparente y de mano en mano, para que el premio sea de todos sobre el único podio posible de la fraternidad humana.