Su paso parecía tener la vocación secreta de sostener el trazado perfecto de las calles de mi pueblo. Negra, corpulenta, de mirada noble, aquella mujer parecía arrastrar, en sus cansados pies, el grillete, quizá, de algún ancestro. No había muchacho que no la conociera y le gritara su popular mote: ¡Estela, la del «bulto»!
Caminaba siempre con aquella especie de bola del mundo sobre su cabeza; un zurrón hecho con una sábana anudada en sus cuatro puntas. Un enigma para los chamacos que, despiadadamente, le caíamos detrás para cuquearla, mientras los más osados llegaban a halarle la enorme falda blanca de un lienzo de la peor calidad, pero impecable de limpio.
Ella no nos amenazaba con meternos en las cazuelas de Oyá, la diosa de los cementerios. Ella tan solo se daba media vuelta, nos miraba con una cansada mirada milenaria, y proseguía su ruta, indetenible, como si se tratara de una diosa o de un fantasma o, tal vez, de un alma en pena.
Decían que estaba loca. Como mito callejero desataba miles de historias. Mas nunca la vi golpear a nadie; ni blasfemar contra los políticos que se robaban el erario público; ni ser agresiva ante las burlas; ni borracha y, mucho menos, robarle a alguien. Su mejor arma estaba en ese silencio que la rodeaba de un delicioso misterio.
Una noche, iba yo por una oscura calle. De repente, vi un billete doblado en el suelo. Me agaché y lo tomé con disimulo para que mi madre, de la que iba de la mano, no se diera cuenta. Unos pasos delante caminaba Estela y estaba convencido de que se le había caído de uno de los bolsillos de su falda, aquel peso que, luego, se convirtió en postalitas y en un puñado de bolas.
Tiempo después jugaba yo a la quimbumbia, en la polvorienta calle que me viera nacer, cuando un pedazo de lo que parecía el fondo de una botella rota llamó mi atención. Le llevé aquella esquirla perfecta a mi madre que, curiosa, la examinó. Luego quedó pensativa unos instantes. Quizá estaba allí la respuesta de la Virgen a su plegaria. Cada noche pedía una señal que nos ayudara a salir de la estrechez económica y, en sus manos, brillaba aquel rubí de manera esplendorosa.
Pero no dudó. Se fue conmigo a la bodega, esa especie de Estado Mayor del chisme, y preguntó. Una costurera, que arrastraba la pena de la repentina viudez, se había pasado la noche anterior buscando la piedra del anillo; única herencia de su esposo, un obrero del azúcar.
Mi cara era la de un perro con pulgas cuando mi madre me llevó a devolvérselo. Se me escapaba, así, la posibilidad de ser el «sultán de las postalitas» en el barrio, porque era tan malo en los juegos que siempre me «ruchaban» los más grandes.
La costurera miró, conmovida, a mi madre. Tenía, ante sus ojos, la evidencia de un precepto popular como única herencia con que contaba la gente humilde de entonces: «Pobres, pero honrados». Acarició mi cabecita de «héroe» mientras decía que, a pesar de su difícil situación y de haberse visto tentada a empeñar el anillo en más de una ocasión ante la disyuntiva de no tener para comer, siempre vencía el verdadero valor de la joya; su testimonio de cariño y de fidelidad.
«No sé bien, señora hermosa, lo que sucedió después...» pero sacó su «centímetro» y midió mi torso y, echando a un lado su «tren» de costura, me hizo las camisas más hermosas que tuve de adolescente; las que, todavía, guardo, colgadas, en el arcón de mis afectos.
Estudié, me gradué, pero ya mi madre no estaba para acompañarme, llevándola yo de su mano, a devolver con intereses lo que no era mío. Acababa de cobrar mi primer salario y salí a caminar los nocturnos portales de mi ciudad... Estela tampoco estaba. Había desaparecido, quién sabe qué día, como se van las cosas simples de la vida... en silencio.
El día de su muerte no hubo esquela mortuoria en la prensa de mi pueblo; ni encendidos discursos de duelo; ni corona especial con una brillante cinta; ni siquiera el expreso dolor de la gente porque ya no estaba allí, desandando los grandes portales con su enigmático bulto; aquella sábana blanca donde se decían guardados los huesos de los niños que ella «desaparecía», según las historias de cabecera, cuando no queríamos ir a dormir temprano.
Pero, en realidad, lo que llevaba sobre su erguida cabeza, a pesar de la letanía de sus adoloridos pies, era su humilde lección de honradez: aquella ropa lavada con la vocación de sobrevivir sin robar en medio de una despiadada república chambelonera; la misma que ella repartía luego, por las casas, en los tiempos en que nadie se preocupaba por abanicar, con dignidad, el merecido descanso de los abuelos.