Aquel era un mensaje oscuro. Era una ensalada de números y letras, regados a como fuera sobre el papel terso del teletipo de la agencia Prensa Latina, y sin más indicios de pertenencia que no fueran los devaneos de un loco.
Entonces, el periodista argentino Rodolfo Walsh debió estirar los labios en un gesto de fastidio; pero algo lo sacudió. Dentro de aquel caos, que había sido transmitido por la agencia Tropical Cable, aparecían ciertos números y palabras que se repetían con una persistencia y un orden caprichoso.
Días después, luego de noches enteras de estudio sobre los manuales de criptografía, Walsh confirmaba sus sospechas. Aquel mensaje no era una inocencia, sino un cifrado del jefe de la CIA en Guatemala, donde informaba de los preparativos de la invasión a Cuba.
Esta anécdota, que tuvo lugar poco tiempo antes del ataque a Playa Girón, podría haber quedado en la historia como un episodio más dentro de los avatares del periodismo, si no fuera por la persona que lo protagonizó.
Walsh había nacido el 9 de enero de 1927, en la localidad de Choele-Choel, en la provincia de Río Negro, Argentina. Descendía de irlandeses, le gustaba el ajedrez, las mujeres bonitas y cargadas de misterio, y también las novelas y cuentos policiacos, al punto de que fueron ellos los que le desataron su pasión por la literatura.
Sin embargo, su salto grande lo hizo a finales de 1956. Seis meses antes, por la noche y en plena calle, lo habían sorprendido los tiros de un intento de golpe de Estado contra el gobierno militar del general Aramburu. Al final pensó que sería una noche para contarla a sus nietos, cuando un hombre le dijo: «Hay un fusilado que vive».
Este título de Rodolfo Walsh fue publicado por el Fondo Editorial de Casa de las Américas. Y así comenzaron las indagaciones, que terminaron en Operación Masacre, un reportaje de denuncia, escrito con los valores de las buenas novelas de ficción, y que ahora vuelve aparecer en Cuba por obra y gracia de la pasada Feria Internacional del Libro y cuya primera línea es una clase de periodismo en sí misma: «Nicolás Carrazana no era un hombre feliz, esa noche del 9 de junio de 1956».
Pocos años después, el escritor norteamericano Truman Capote anunciaba al mundo la creación de la novela de no ficción o la novela-reportaje cuando publicó A sangre fría, su libro sobre el asesinato de una familia en un pueblo de granjeros en Estados Unidos.
Pero el bueno de Truman se equivocaba. Porque un argentino irreverente y parco se le había adelantado, al menos en la intención de unir literatura con periodismo. Solo que, mientras Capote escribió su libro con la premeditación de hacer valer una teoría, Walsh armó el suyo por pura inspiración y a golpe de inteligencia, y con la convicción de que un intelectual no es grande solo por su obra, sino también por el comprometimiento real y ético con su pueblo.
Ahora, con tantos petimetres en el mundo metidos a escritores y proclamando su desentendimiento de todo —menos la billetera—, el ejemplo de Walsh viene a recordarnos que un escritor será recordado no solo por sus páginas, sino también por la vergüenza de sus actos.
Walsh pudo encerrarse a escribir unos relatos que hoy tendríamos como libros de cabecera. Pero no lo hizo y en cambio se adentró en la lucha contra la dictadura de su país, viviendo los sobresaltos de los clandestinos y soportando la noticia del suicidio de su hija con un tiro en la cabeza antes de caer en manos de la policía.
Por esos días, Gabriel García Márquez, que tanto lo quiso, le recordó la condición ética de Walsh al escritor Miguel Mujica Laínez. El autor de Bomarzo había dicho a su llegada a España que en la Argentina de la dictadura todos los escritores grandes (Borges, Sábato, Silvina Ocampo, Bioy Casares y él mismo) estaban tranquilos y que los militares les daban el pasaporte sin dificultad alguna, al punto de que podían viajar a París si es que así lo querían.
Al saberlo, Gabo le respondió en una carta pública: «Hay dos (escritores) que yo considero muy grandes y que, sin embargo, no están tan tranquilos como ustedes. Me refiero a Rodolfo Walsh y Haroldo Conti, que hace ya varios años fueron secuestrados en sus domicilios por patrullas de la represión oficial y que nunca más se ha sabido de ellos. Usted y todos los escritores grandes que cita serían todavía mucho más grandes si sacrificaran un poco de su tranquilidad y su grandeza y le pidieran al Gobierno argentino un par de esos pasaportes tan fáciles, para Rodolfo Walsh y Haroldo Conti».