La televisión nacional pasa, por estos días, el que probablemente constituya uno de los más sobresalientes spots que el medio haya logrado en años, en el sentido de establecer una comunión de forma e intenciones.
A lo primero no me referiré, pues esta no es una sección de crítica; y de lo segundo partiré para caer, como nos recordaban en el latín universitario, in media res, o en medio de la cosa, como quedaría en castellano.
El spot en cuestión presenta a una joven cubana —de antología— que avanza abrazándose con un anciano extranjero. Tres muchachos miran la belleza vendida, y tras breves palabras, uno comenta que eso da igual, que —de tenerla— con condón se resuelve todo y punto.
Otro de ellos llega al meollo de descifrar, desde el punto de vista correcto, responsable (aunque a algunos les parezca no son adjetivos en desuso ni descalificados) una cuestión convertida en fenómeno social en este país.
Asunto de hecho agravado con el paso de los años y las inclemencias económicas y sociales del socavón del período especial, con sus paralelas y ulteriores consecuencias para el espíritu de la nación, y las formas de entrever el mundo de algunos de sus jóvenes.
El joven del spot le responde al que no parece importarle nada con palabras parecidas a estas, o que al menos portan su aliento: «¿Y cómo queda la dignidad?».
De eso se trata todo. La metamorfosis de la apreciación, de los raseros, apelativos y enfoques con que se miden o designan actitudes como estas y otras («la pobre, hay que entenderla está en su lucha»: términos que tienden a justificar casi todo sobre la base de necesidades y carencias), ha conllevado a que suela esquivársele razón y sentido al concepto.
Concepto este, el de dignidad, sobre el cual se levantara la nacionalidad cubana, y que devino eje central, línea directriz de los padres intelectuales de la patria, quienes siempre tuvieron como primera preocupación sustentar un discurso que lo situara en su médula: porque sabían que sin dignidad no hay supervivencia posible.
La dignidad no entiende de medias tintas, ni de cortapisas, ni de eufemismos que por medio de palabras «populares, políticamente correctas —esto es en buen cubano tratar de quedar bien con todo el mundo porque a la larga te podrán ayudar—, o agradables al oído», que disocien la sordidez e iniquidad de determinados modos de vida.
Lamentablemente, hasta quienes no forman parte de esa subespecie que se gana el pan por medio de los mecanismos más espurios, se dejan llevar por tal suerte de inefable desligue verbal —pura pirotecnia léxica— de clasificar a estos sujetos con frases maleables, moldeables.
Es algo que, paradójicamente, adquiere visos de sutilidad. Al punto de que el más cauto cae en el juego de hacer pasar por noble lo innoble, y equiparar los actos de quienes siguen el camino justo a los de quienes buscaron desvíos.
Por un semiinconsciente mecanismo de ¿identificación?, ¿aceptación?, ¿comprensión?, hasta llega a ampararse a los que se hicieron ricos a cuenta del bolsillo de muchos que contribuyeron a desarrollarle su ilegal negocio comprándole sistemáticamente sus productos.
Se trata, en cierto modo, de un igualitarismo mal asimilado. Ellos no son iguales a nosotros. La dignidad, aunque no cuente billetes, hace la diferencia.
Esos, a quienes confundimos con iguales para bien suyo ahora, serán los primeros que, en un mañana que ojalá nunca llegue, pedirán las cabezas de quienes de una u otra forma los protegieron hoy.
Lo harán porque el dinero sucio tuerce el raciocinio. Y ellos se creen, en su zoológico áureo, animales superiores.
Al pan, pan, y al vino, vino. Las cosas deben nombrarse por lo que son.
¡Hurra! por el spot de la televisión. Ojalá recomencemos a transitar la senda donde se sitúa a cada quien en su sitio y se justiprecia la virtud. Todavía estamos a tiempo; y un sentido ético, cívico —y sobre todo justo— de la vida lo reclama.