«Todos soñamos, y todos tenemos un conflicto entre lo que soñamos y lo que nos gustaría ser, entre la realidad y los deseos. La condición humana depende mucho de esa relación entre lo que tú aspiras a ser y lo que realmente eres». Así respondió el escritor español, Luis Landero, cuando en una entrevista le preguntaron sobre la influencia de Kafka en su obra. Quien quiera comprobar la verdad de estas palabras, aún existen en librerías no pocos ejemplares de Juegos de la edad tardía (Arte y Literatura, 2005), una conmovedora novela que en 1989 empujara definitivamente a este autor a la popularidad.
Y es que, en efecto, los personajes de Landero suelen ser muy imaginativos; tienden a inventarse modos de vida, y hasta sensibilidades, que un análisis frío revelaría como neurosis mal tratada. Sin embargo, algo los salva: la especial humildad que comporta cada una esas impostaciones. La historia que nos ocupa, así lo demuestra: Gregorio descubre, a la altura de los 40 años, que su existencia es mediocre; quiso ser poeta —y era probable que lo lograra—, pero terminó casándose con una mujer que es lo opuesto al riesgo y a la desmesura del genio. Un buen día contacta por teléfono con Gil, un colega de trabajo suyo, quien lleva una rutina similar, pero carece, en cambio, de talento. Nace entonces una singular amistad entre ellos, que servirá para el desfile de una gran farsa: el primero le hará creer al segundo que este habla con un gran escritor, con un intelectual de vanguardia, valiente y lúcido con respecto a la época que viven.
No existen referencias concretas al tiempo en que se desarrollan los acontecimientos, pero numerosos detalles señalan a la dictadura franquista. Lo cierto es que ese ambiente de opresión y adormecimiento de las conciencias —cuyo trazado es de lo mejor que ofrece el libro—, se extiende como telón de fondo para un drama mayúsculo: la necesidad de fugarse de una realidad castradora, mediante el ejercicio de la imaginación. Lo conmovedor aflora, entonces, cuando comprobamos que si bien Gregorio es un impostor, es un impostor extraordinario. Sus anhelos reales no lo desmienten, y lejos de constituir debilidades, se erigen cual coraza que lo protege. Desdichadamente, no para toda la vida.
A medida que la novela avanza, una duda flota en el aire: ¿qué hará Gregorio cuando Gil descubra la verdad? La sutileza con que Landero maneja este efecto es asombrosa. En todo momento la lectura se torna un viaje de conciliación, de aprendizaje y toma de partido: es posible que no aprobemos todo lo que Gregorio hace, pero en el fondo lo comprendemos. El juego peligroso de la mentira no es exclusivo de seres corrientes con una vida malgastada. La nebulosa de lo vulgar y lo intrascendente puede ser vista por el más espiritual de los hombres y sufrir por ello. Además, puede que la funesta revelación llegue a cualquier edad y el miedo nos conduzca por caminos semejantes.
El prestigio de Landero en los medios académicos españoles, como profesor de literatura, revela datos importantes de su poética: especial respeto por el estilo de los clásicos y elegancia a la hora de contar una historia. Para el lector de Juegos de la edad tardía, no será difícil advertir estilizados homenajes a escritores del pasado. En lo personal, creo haber tenido la suerte de topar al menos con tres de ellos. El primero sería Kafka. Desde las primeras líneas, el narrador pone un particular énfasis en el despertar angustioso del protagonista: «La mañana del 4 de octubre, Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual. Había pasado una noche confusa, y hacia el amanecer creyó soñar...». La analogía sería evidente, incluso si el personaje llevara otro nombre, pues los ecos de la célebre metamorfosis kafkiana se multiplican en la conversión que sufre Gregorio. Lo interesante, en cambio, es que ese proceso no resulta una involución —o, en todo caso, el símbolo de ella, como ocurre en la fábula del autor checo—, sino más bien una liberación, una forma de ilustrar el poder de los sueños sobre la realidad.
También cabría hablar de Cervantes y su Quijote, en tanto la mezcla de caracteres que se da entre Gregorio y Gil —a tal punto que uno inventa nuevas historias a partir de las ideas que le brinda el otro—, recuerda mucho a la experimentada por Alonso Quijano y Sancho Panza. Mientras Gregorio «vive» aventuras ficticias, Gil lo acompaña, con enternecedora devoción. No importa si este último es víctima de la inocencia y del engaño: a decir verdad, él también necesita «vivir» esas contiendas.
Estaría igualmente la sombra de Dostoievski. Hacia el final de la novela, Gregorio se ve envuelto en una acción que lo martiriza: «asesina» a una empleada de la pensión donde se guarda de las consecuencias de sus mentiras. Y no es una coincidencia fortuita. El autor inyecta a su personaje, con envidiable maestría, de un arrepentimiento auténtico; lo obliga a soportar su culpa: la de haber jugado sucio con el amigo, en beneficio propio.
Por último, hay un valor que destaca sobremanera en estos juegos propuestos por Landero: la fluidez de la trama. Y es un valor, en tanto compensa bastante los excesos de lirismo, de metáforas claramente fabricadas que arrastra la prosa del autor. Eso es en cuanto a lo formal; en relación con el enunciado, no tengo el más mínimo reproche. Juegos de la edad tardía es una brillante parábola del derecho que tiene todo ser humano a inventarse otro mundo, cuando el suyo es insuficiente; y es también la responsabilidad con ese acto de libertad. A fin de cuentas, nada tan cierto como lo que confiesa uno de los personajes al protagonista: «Para ser feliz, unas cuantas mentiras es un precio barato».