Por estos días, los terrícolas ya abrumados por tanta autodestrucción, soñamos con trascender los límites de nuestra soledad planetaria. Desde un observatorio en el austral Chile, científicos europeos acaban de rasgar velos del misterio cósmico, al descubrir fuera de nuestro Sistema Solar, a 20 años luz de distancia, un planeta pariente que presenta características similares a la Tierra, en cuanto a atmósfera y temperatura (de cero a cuarenta grados centígrados).
Le dicen ya «Súper Tierra», y no habrá quien le arrebate el tendencioso apodo; no solo porque es un 50 por ciento más grande que nuestra magullada esfera, sino porque ya en ella conjeturamos hasta agua, y con esas humedades, la vida que seguimos explorando en el infinito para no aburrirnos de nosotros mismos. Sobre todo, porque impenitentes como somos, ansiamos en otro astro posible, la antípoda de nuestra dolorosa civilización. O quizá el Arca de Noé que nos salve de tantas agresiones a la esfera azul.
Pero la Súper Tierra está tan distante, a 20 años luz, que demoraríamos un millón de años en llegar a ella, para arriesgarnos a estrechar una mano extraterrestre o comprobar si allí primó el amor por sobre el odio. Por eso seguiremos encerrados en nuestro soliloquio, sin un modelo alternativo —como dicen ahora— para enmendar nuestros errores. Quizá estemos condenados no a cien años, sino a milenios o millardos de soledad.
En ello también pensaba ahora que Stephen Hawking, ese gran astrofísico británico que desde una silla de ruedas se ha trasladado a los orígenes del Universo y a la infinitud del tiempo, acaba de gozar una experiencia insólita en una nave que llegó a los límites de la atmósfera terrestre: flotar en la ingravidez.
Hawking desafió, junto a una manzana que levitaba en el interior de la nave, la Ley de la Gravedad que nos revelara su antecesor Isaac Newton. Y por el rostro que mostraba a las cámaras, parecía sentir sensaciones cuasiorgásmicas, de una libertad total sobre las ataduras de la Tierra, vaya a saber qué sujeciones.
Al margen de la simbólica escapada hacia el infinito, y el abandono momentáneo de tantos condicionamientos, el sucesor de Newton en la Cátedra Lucasiana de la Universidad de Cambridge hizo una calistenia para su proyectado vuelo espacial en el 2009.
Muchos han creído ver en este afán de exploración cósmica del genio parapléjico una parábola profética del futuro de la especie humana. No es para menos. El propio Stephen ha vaticinado que esta civilización, como va de calentamientos, escaladas nucleares y sutiles virus, podría desaparecer antes que culmine el milenio, o al menos salvarse emigrando hacia otros astros. Quizá sea la misma utopía de quienes, hastiados de tanto horror, buscan la futura sobrevivencia allá en la Súper Tierra.
Sea cual fuere el sentido de la incursión espacial, lo cierto es que la más beneficiada, aquí en la Tierra como allá en el cielo, será la compañía norteamericana Zero Gravity Corporation, que comercializa estas aventuras antigravitatorias para turistas del espacio. No por gusto acogió gratuitamente a su excepcional tripulante. Ella sabe lo que se trae... en negocios que no son polvo de estrellas.
Pero a estos terrícolas que no levantamos una cuarta del suelo entre tantos tormentos diarios, y apenas vislumbramos ya la Luna en el cielo, no nos queda otra alternativa que pensar en el aquí y en el ahora, en el espacio que nos toca y en el corto tiempo que se nos da. Y al menos tratar de enderezar este mundo. A ver si un día la justicia es tan universal e inexorable como la Ley de la Gravedad de Isaac Newton.