Vivimos en un mundo de celulitis. Pero no hablo solo de esas adiposidades que desvelan a las señoras. Hay otras más peligrosas. Son las que se convierten en gordura fatua para el alma.
Después de siglos de supuesta civilización humana, hemos regresado a la obsesión romana por la perfección del cuerpo. Así, los gimnasios han devenido templo y las dietas, tablas de la ley.
Como si formara parte de la llamada «onda retro», prácticas tan antiguas como el propio mundo llegan a su punto más alto. La bulimia, esa incapacidad para contener los impulsos de comer que, luego, se expían con ayunos forzados, purgativos y hasta la provocación del vómito para preservar el peso. La anorexia, extremo estado de inanición que se suscita el propio enfermo, también, para perder lo que, supuestamente, el organismo no necesita.
Maneras modernas estas de autoflagelación que en nada difieren de las viejas prácticas medievales de purificación del cuerpo, inducidas, esencialmente, por la moda y el cine contemporáneos, en que modelos y actrices luchan, a toda costa, por devenir paradigma, no ya de la esbeltez sino casi de la decrepitud.
En la actualidad la cirugía estética ha abandonado el quirófano para convertirse, también, en el peor show de las televisoras. Personas que acuden a un programa «porque se sienten feas» y, frente a las cámaras, de manera gratuita, reciben un «cambio total».... (Total, que los sentimientos no se pueden maquillar ni se implantan si no nacen de manera natural y orgánica).
Mientras que, con las tan vilipendiadas sustancias anabólicas para robustecer el músculo, compiten, ahora, las llamadas fajas y cremas reductoras; amén de que el suelo marino desaparezca o las babosas traten de echar un patín, cuando el marketing mundial establece que el último grito en cremas antiarrugas son los concentrados de algas y caracoles. ¡Vamos, que por chapistear nuestra maltrecha «escafandra» le vendemos boniatillo al Diablo y hasta si se hace bobo se le implantan tarros de silicona!
Pudiera parecerle a alguien, sobre todo a aquellas personas prácticas, que sufro el síndrome de la ciencia ficción o la televisión por cable. Nada de eso. Mire a su alrededor y me dará la razón.
En cualquier barrio cubano habita el «tipo» que prefiere quedarse sin comer un par de meses (no por bulimia ni anorexia), pero se compra unos Adidas. No para correr más cómodo y mejor, sino por treparse a la pasarela de la especulación; el mismo que lleva su MP-3 «conectado» al cerebro, de manera irreversible, y tan entretenido anda en «vacilarse» que olvida darle los buenos días al vecino.
O la rubia todo-terreno, esa «tembona» del cuarto piso, que vive obsesionada untándose cremas para dejar en pañales al propio Tutankamón, cuando asume su embalsamamiento voluntario con la rectitud de un tratamiento médico por intentar mantener incólumes sus dos pirámides egipcias.
Que conste, que no hablo por ser un feo resignado porque, como dijera Pacho Alonso: «La dicha de los feos los bonitos la desean».
No pretendo quitar valor al asunto. Tener un cuerpo hermoso siempre inspira. Practicar deportes al aire libre nos permite liberar el estrés, el «escuatro» y el «escinco» que padecemos cuando el camello no pasa, la carne de puerco se monta en cohete o el salario se esfuma, como por artes de Birlibirloque, antes de lo previsto.
Una cirugía más o una menos, para quitar una arruga o levantar, como reza en aquellas décimas humorísticas, «a las hermanas caídas», no es condenable y debe partir de la libertad absoluta del individuo por elevar su autoestima si así lo entiende. El problema está cuando la fruta se pudre ante asuntos tan «fluviales» que inundan lo raigal del ser humano y le ahogan en esa ceguera que no deja ver más allá de la propia estampa; que absolutiza las apariencias frente a las esencias, en esta pecaminosa postmodernidad a lo Victoria Secret que pretende esconder las angustias de este mundo.
Construir nuestro propio gimnasio para fortalecer el alma nos permite estar prevenidos contra la frivolidad malsana de estos tiempos. Resulta barato, aunque exige de la constancia y la voluntad de todos. Ni sofisticados aparatos ni cremas hidratantes.
Solo se requiere del ejercicio simple y continuado de actitudes que han vencido el propio paso del tiempo aunque parezcan extinguidas.
Practique la bondad, la compasión, la generosidad, la capacidad de compartir, pero, sobre todo, practique el amor. Modo insustituible de tonificar el corazón para que no haya tantos infartos; sobre todo aquellos que son difíciles de restañar por falta de un claro diagnóstico; los del espíritu, que son los peores y los que más duelen. Los que, irremediablemente, nos matan aunque andemos por ahí creyéndonos vivos.