PEDRO, Ramón y Moisés fallecieron hace relativamente poco tiempo, después de los 70 años y de haber entregado sus respectivas existencias al bien de la nación.
No partieron del mundo como arcángeles, mas fundaron en tiempos de borrascas, durmieron sobre rocas en épocas de fusiles levantados, plantaron bosques espirituales; fueron trigo, bastón y manantial para los suyos.
Hoy, sin embargo, prácticamente nadie los menciona, ni siquiera en aquellos lugares en que antes los distinguían como «vanguardias ejemplares».
En sus lechos de reposo no hay una flor esporádica que sea sinónimo de lumbre y bálsamo contra la penumbra, o contra la cicatriz perenne del «dolor indoloro».
No seguiré haciendo el recuento sobre la indiferencia en que terminaron. Esos nombres llegan a esta página porque tales finales constituyen reflejos de la historia de otros que lucharon por el país y ahora parecen desdibujados o vapor inadvertido.
Muchos de esos que en vida simbolizaron consulta, consejo, mano «insustituible» o auxilio a la hora de pruebas, en el presente significan, en ciertos sitios, relegación eterna, como si con el último soplo hubiera expirado la obra simple y maravillosa que tanto infla al corazón. Sus biografías luego del final encajan, de cierto modo, en aquellos versos del poeta y periodista mexicano Fernando Celada: «Ausencia quiere decir olvido/ decir tinieblas, decir jamás...» y chocan contra la hermosa sentencia de Mella que habla de la utilidad de los individuos buenos aun después del último acto.
Pecaríamos de arbitrarios si dijéramos que todos los hombres comunes desaparecidos acabaron, con el reloj, en la frialdad de las primaveras. Hay quienes se mantuvieron en la remembranza asidua u ocasional, gracias a la memoria de personas tenaces, opuestas a cualquier amnesia, aunque después ellas mismas terminaran también en el borrón de un epitafio.
Pero abundan ejemplos de seres humanos valiosos que fueron omitidos desde el momento subsiguiente a la extinción física. El olvido no solo reside en apartar el patronímico de un ser humano; se antoja a veces relativo si consideramos que probablemente hasta el Sol y las estrellas se apagarán algún día. Olvido es, además, alejarse de los familiares del que partió al sueño infinito, desatenderlos en el momento crítico, dejar de lado fechas que han de ser sagradas para ellos.
Olvido —arista peor— es abandonar a quienes hicieron y todavía, en el ocaso de sus existencias o en la invalidez por un accidente, obran y edifican. Existen centenares de ejemplos de longevos o mutilados que acabaron abandonados por las entidades a las que dieron resplandores y reputaciones.
Redactando estas líneas me viene a la mente el caso de José, quien llegó a desempeñarse como historiador de una ciudad de leyendas, escribió estampas... fue guía y hoy subsiste ciego en una precaria silla de ruedas, al parecer extraño a los ojos de la localidad por la cual gastó vista y cerebro.
Lo más dañino está en que mientras institucionalmente propugnamos la justicia de una sociedad —sin dudas la más solidaria del mundo— en los hechos, en ocasiones, damos la apariencia que nos desviamos de nuestros sueños de fraternidad, ya por la desidia de los burócratas, ya por la pereza de gremios específicos.
No hay una caja mágica que, desde arriba, cure las sinrazones y las ingratitudes. Las soluciones a los olvidos radican en quienes deciden abajo y hasta en el medio. A esos tenemos que recordarles sin cansarnos cuánto pueden hacer por las memorias de muchos Pedro, Ramón y Moisés o por el futuro confinado de otros tantos José. Martillarles la frase del ventrílocuo Johnny Welch: « ...la muerte no llega con la vejez sino con el olvido».