Cuenta Augusto Monterroso, el afamado escritor «dueño del dinosaurio», la deliciosa fábula de una rana que quería ser auténtica. Para ello, en principio, se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando esa ansiada autenticidad.
Se debatía en el drama interior de creer, a veces, haberla encontrado y otras no, según el humor con que se hubiese levantado ese día. Hasta que llegó a cansarse de aquel pedazo de cristal que reproducía su fea cara de batracio y lo olvidó en un baúl, mientras experimentaba otras fórmulas.
Pensó, entonces, que la única manera posible de hallarla era conocer la opinión de la gente y comenzó a peinarse, a vestirse y a desvestirse como hacen las grandes vedettes, mientras los demás aprobaban o desaprobaban la indumentaria de turno en el hallazgo de su propia personalidad.
Observó, un día, que lo que más admiraban de ella era su cuerpo... es decir, sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas, según el escritor, una especie de aeróbicos que le fortalecieran y hermosearan sus ancas que, cada vez, le parecían mejores e intuía ya el aplauso público.
Así experimentó las más descabelladas iniciativas para lograr, al precio que fuese necesario, ser considerada, por el resto de los mortales, una rana auténtica; de modo que llegó al colmo de dejarse arrancar las ancas por complacer a los demás.
La historia termina en que su agonía no tuvo límites cuando, al ser devorada por los comensales de un restaurante, todavía alcanzó a escuchar con amargura lo que comentaban sobre ella: ¡qué buena rana esta, que parece pollo!
El texto, muy simpático por cierto, nos lleva a una reflexión profunda de cómo abandonamos, en ciertos momentos, las verdaderas esencias por responder a mensajes externos, por quedar bien con todo el mundo al costo, a veces, de transgredir nuestros propios gustos y preceptos éticos.
El ejemplo más simple. Hace poco una joven me confesaba que se había colocado un piercing en el ombligo por el simple acto de «estar en onda». Si sus amigas más cercanas de la escuela lo llevaban por qué ella iba a ser la diferente. De manera que, en contra de la voluntad de sus padres, se lo puso y, durante semanas, evitó que su mamá la viera sin blusa para que no se diera cuenta del enrojecimiento y la inflamación de la zona.
Total, que luego de la aventura de lo desconocido, de la que todos en mayor o menor medida hemos bebido en esa morbosidad consustancial a lo humano, sobre todo en la adolescencia, se cuestionó si valía o no la pena mantener aquel objeto extraño sembrado en su piel, pero del cual no se ha librado por temor al qué dirán de sus amigos y amigas del grupo que hasta le gritarían «rajá».
Esto me sirve de pretexto para llegar más lejos en lo que decía el filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre cuando afirmaba que ser auténtico implica responsabilidad con uno mismo. Es decir, hacer algo simplemente por complacer a los demás es un acto de irresponsabilidad con quienes somos o creemos que somos y pretendemos defender.
La autenticidad no depende, en la mayoría de los casos y eso lo deben saber los jóvenes, de un arete, un tatuaje o un estilo de vestir diferente al resto de los mortales. Sino de un estilo de vida. Se trata de algo más raigal y profundo, de la defensa de aquellos valores personales y sociales que, quizá pareciendo obsoletos a los ojos de los otros, todavía nos sacan destellos de luz de la oscuridad más plena.
En este mundo de hoy, donde la fórmula de todo tiende a homogeneizar las actitudes humanas sin el más mínimo sonrojo ni cuestionamiento, vivir como la rana de la fábula es la manera más fácil de obtener presencia.
Querer ser vitrina de lo falso implica siempre riesgos tontos. Paradigmas nos sobran de aquellos que dieron su vida por defender lo esencial desde la sobriedad y la virtud. El secreto de cada momento está en saber discernir, entre los aromas del baratillo y la fanfarria, los valores que quedan para toda la vida; soplo del terral que, es primero brisa, y luego regresa diciéndonos qué y quiénes somos.
La identidad no es más que eso, el asidero a las mejores tradiciones y costumbres que pasan por el prisma de lo personal, se enriquece en la familia y acaba por multiplicar su luz para tocar lo social lejos de toda resolución pragmática y manual pedagógico aleccionador. La lealtad también, más que un concepto, deriva en actitud gemelar de la primera.
No se trata del simple juego de deshojar margaritas en el fatuo ejercicio de «me quiere, no me quiere...», sino ha de partir del autorreconocimiento y la defensa de lo mejor que nos sustenta. Una nación que produce frutos es porque tiene bien hundidas sus raíces en tierra fértil. Quien pretenda lo contrario simplemente será una copia más de la pobre historia de la rana. Una blasfemia como un eructo con olor a pollo.