De izquierda a derecha, Diego, Roly y Yaima. Foto: Ibrahim Boullón Ramírez Estaba lloviendo en Santa Clara, cuando partimos hacia Caibarién, justo el día en que, 57 años atrás, dejaba de existir físicamente, sumido en el olvido y en la más trágica pobreza, el inmenso Manuel Corona; el músico que junto a Sindo Garay, Rosendo Ruiz y Alberto Villalón, se erigió en uno de los cuatro grandes de la canción trovadoresca cubana.
La del 9 de enero pasado hubiera podido ser una peregrinación más. De esas que se conciben para cumplir con una efeméride, aunque apenas estemos convencidos del legado que nos dejó la persona en cuestión, como si prefiriéramos honrar más a los huesos que a la obra. Pero esta, que ya es una tradición en el Longina, el festival nacional de la trova joven, fue otra cosa. Y es que el aporte del autor de Santa Cecilia, Las flores del Edén, Adriana, Aurora...no solo consistió en lograr una envidiable alianza con las musas, al punto de que su lírica se convirtiera en la poesía cantada de muchos, sino en ser capaz de enamorar a los villaclareños de la trova, porque, sin duda, Corona los hizo aferrarse a ella como el tornillo a la tuerca; bendijo un matrimonio entre trovadores y auditorio que ha perdurado a pesar de algunas «infidelidades». Es la única explicación que encuentro para entender lo que ocurrió con la trova y sobre todo con los jóvenes durante casi una semana en Santa Clara.
Admito que me he quedado boquiabierto. No esperaba que el festival tuviese una acogida tan ¿inverosímil? Y es que en tiempos de reguetón y de ritmo house no se mueve a tantos muchachones a escuchar este tipo de música así como así. Lo que sucedía con increíble normalidad en el Museo de Artes Decorativas, en la UNEAC o en El Mejunje no era consecuencia de una «movilización preparada» para que la actividad no se «cayera», sino el resultado de un trabajo constante, coherente, en el que esta última institución y los trovadores de la ciudad (Diego Gutiérrez, Rolando Berrío, Leonardo García, Alain Garrido...) han tenido mucho, pero mucho que ver. Y por eso, en estos lugares era muy común encontrar (al punto de que en ocasiones hubo que cerrar las puertas) a esos chicos y chicas de camuflaje, pinchos, piercings y pitusas a la cadera que, por lo general, no se asocian con este tipo de propuestas y que, por demás, los escuchas coreando con todo el corazón temas como Queriendo que te sientas bien, Ana, La corriente ecléptica, La luna de valencia, Sabor salado, Mosquito no da bistec, La cucaracha muchacha, Antes de la lluvia, Alma de halcón...
Y no obstante, uno empieza a buscarle la quinta pata al gato y asume que tan elevado respaldo se debe a que fueron convidados trovadores de alta convocatoria al estilo, por ejemplo, de William Vivanco. Mas descubre que sobran los dedos de la mano para indicar a alguno más, entre la treintena de cantautores presentes en el Longina, que gozara de una promoción como en verdad merecen, porque saben cantarles al hoy con la misma poesía y eficacia comunicativa que en los maestros de ayer.
Fueron jornadas intensas que comenzaban en horas de la tarde con conciertos, y con descargas se despedía a la Luna. Y claro, en este reducido espacio no podría mencionarlos a todos, mas quisiera hacer algunos apartes, como el recital protagonizado por tres dúos muy distintos por sus quehaceres y estilos, pero que muestran una madurez artística notable. Y son las parejas integradas por los capitalinos Ariel y Amanda, los trinitarios por adopción de Cofradía (Lía y Pachi) y los matanceros Lien y Rey. Asimismo tendría que hablar del mano a mano entre Reidel Bernal (Fito), de Sancti Spíritus, y el original Fernando Bécquer, cita donde si el primero cantaba Una vida nueva o La misma mentira, el otro arremetía con Chao, chao Lulú o su Anticanción de hombre infiel, para ambos regalarnos una tarde ciertamente «sabrosa»; u otra tan hermosamente poética como la centrada por Geidi Igualada y Juan Carlos Pérez. También habría que señalar los aires frescos de los «novisísimos» que en ocasiones se unen para integrar el proyecto La séptima cuerda (Adrián Berazaín, Mauricio Figueral, Pedro Vertían, Liliana H. Balance y Juan Carlos Suárez), y, por supuesto, en esto de los conciertos, tendría que decir que la nota más sobresaliente estuvo a cargo Diego Gutiérrez y Vivanco.
En lo personal, disfruté mucho más las descargas, donde la obra es más colectiva, y donde lo esencial es la «bomba»; jornadas en las que me pesa no haber aprendido a chiflar, porque con aplaudir no basta. Esos eran los momentos en los que Roly Berrío, Yunior Navarrete, Inti Santana, Samuel Águila, Yaima Orozco, Michel Portela, Yolo Bonilla, Fito, y el otro, y la otra y el otro (como el incansable y capaz Ariel Marrero en la percusión menor), con sus magníficas canciones hacían mover el esqueleto y llevaban de la risa a la emoción, al tiempo que entregaban una exacta radiografía de la Cuba de ahora mismo.
Es una lástima que los organizadores de este festival no estén pensando en sus memorias, y que estos conciertos no se graben para la pantalla doméstica teniendo en cuenta lo que puede interesar a ese público juvenil que tanto queremos divertir y educar —¿o será que los temas no son lo suficientemente comerciales o que estos muchachos no «televisan» bien?—. No lo pienso dos veces para asegurar que el Longina ha llegado a su mayoría de edad, y que ya es hora de que se analice la posibilidad de ocupar parques, plazas... Y es que cada edición va sumando más seguidores, algo que no se debe desestimar.
A veces temo que estos valiosos trovadores se estén cocinando en su misma salsa. No puede ser este un evento que ampare únicamente la Asociación Hermanos Saíz, cuando este encuentro debería ser acompañado, sobre todo, por el Instituto Cubano de la Música que debería aprovechar para husmear la «pegada» de estos artistas, calibrarlos e idear para ellos giras nacionales; o para que las disqueras lleguen con sus fonogramas realizados a los pocos afortunados que han logrado grabar, de modo que los discos, en lugar de acumular polvo en almacenes, se ofrecieran en moneda nacional para los «fans».
Si tantos son los ojos y oídos atentos a una manifestación que está indisolublemente ligada a nuestra cubanía, si el Longina, después de once años, seduce, como la diosa de Manuel Corona, entonces, ofrendemos a la trova por «su encanto juvenil».