El consumo existe en todas las especies vegetales y animales, pero solo una, la especie humana, es productora de basura. Todo empezó con la revolución industrial y se agudizó durante las últimas décadas, hasta convertirse en consumismo, una forma irracional del consumo.
Cuando se piensa en nuevos productos la atención no se dirige casi nunca a la nueva basura, no reintegrable al medio ambiente, que estos generan.
Antes se decía «nadar en la abundancia», y eso era un ideal muy parecido a la felicidad. Hoy tenemos más que eso, tenemos superabundancia (para algunos, y para muchos una terrible escasez), pero no superfelicidad. Son bastante absurdas esas filas interminables de desodorantes y de miles y miles de productos en supermercados gigantescos, recorridos por caravanas de parejas empujando carritos repletos de cosas innecesarias. Cien canales de televisión. En todos, pistolas o ametralladoras disparando constantemente, decenas de autos explotando en el aire uno tras otro, o todos a la vez, intercalados con tandas comerciales y noticieros con crímenes y más crímenes. Terminamos el zapping completo sin que nada bueno, hermoso o alegre ingrese en nuestra mente. En Argentina los casos judiciales más graves acumulan ¡15 000 hojas! ¿Quién puede leer todo eso? Y los jueces tienen otros cien casos iguales, cada uno. Llega un momento en que mucho, muchísimo de todo, es igual a nada.
Mis clientes de clase media piden más placards (closets); ahora cuartos de vestir que llegan a superar en tamaño al dormitorio. «Arquitecto, tenga en cuenta que yo “necesito” seis metros lineales de colgado de ropa, y mi marido otro tanto». En clase alta algunos botineros sugieren la presencia de un ciempiés humano, como en las películas de ciencia ficción. Cuando no se tienen zapatos —como Chaplin comiéndose la suela de los suyos en La quimera del oro—, un par es la felicidad, pero... 70 pares, ¿hacen a alguien 70 veces más feliz? Y no hablemos de la cosmética: más de 50 productos por familia. O las farmacias, que ahora son cadenas gigantescas, con locales enormes: Farmacity, Dr. Sí, Dr. No, etc., etc. Hasta hace muy poco bastaba con tiendas pequeñas, en algunas esquinas. ¿Qué pasó? ¿Está todo el mundo apestado?
Recuerdo las bellas casas de Pablo Neruda, en Chile, convertidas hoy en museos que guardan las huellas de su vida cotidiana. Poca ropa y muchos objetos que evocan viajes, momentos y lugares. No creo que hubiera preferido los «plasmas» de 42 pulgadas que hoy saturan las casas ni televisores en todos los ambientes en lugar de los libros. Neruda gozaba con los crepúsculos incendiados sobre el horizonte del mar, que junto a una mujer y a Chile, «ese territorio largo y herido», alimentan su poesía, que es eterna.
MI ESTRATEGIAComo no soy un extraterrestre —aunque a veces me gustaría serlo por un rato—, comprobé una vez que mis pantalones ascendían a 12 (uso 3) y las camisas a 26. Por suerte, los zapatos no superan los tres pares porque mantengo la costumbre de cambiar casi indefinidamente las suelas y lustrarlos todos los días. Creo que las cosas con cierto uso no carecen de elegancia. Con centenares de trajes, todo nuevo y durito, me parecería a Menem, algo que mi hermana María Luisa —una elegante de verdad— jamás me perdonaría. Ni yo tampoco. Tengo un solo traje, que será eterno porque lo uso únicamente para casarme, audacia en la que incurro una vez por siglo, como máximo.
Con el fin de ir disminuyendo mi ropa innecesaria, decidí regalar dos cada vez que recibo una (camisa o suéter). En mis cumpleaños, especialmente de mi hija Ana, que me trae siempre cosas buenísimas. De esta manera cada regalo se multiplica por tres, algo así como el milagro de la multiplicación de los panes, en versión más modesta. Los cartoneros del barrio están completamente de acuerdo con mi nueva ley. Y mi placard se agranda, sin tocarlo.
Me enorgullezco —aunque no es para tanto, claro— de entrar a una shopping por una punta y salir por la otra sin comprar, ni desear, absolutamente nada. Acepto cosas de la tecnología y me salteo varias, que pronto quedarán obsoletas o costarán mucho menos. «Dime todo lo que no compras y te diré quién eres», podríamos sentenciar, y pienso en aparatos eléctricos para cortar los pelitos de la nariz, cuchillos con dos hojas pegadas para cortar rebanadas (me regalaron uno con tres páginas de instrucciones ¡en inglés!), sillones masajeadores que cuestan como un auto, autos que cuestan como casas, preparados para desarrollar altísimas velocidades, actualmente todos en fila tratando de entrar a Buenos Aires a menos de 20 kilómetros por hora, como promedio, algo menos que un coche a caballos. Si se cumpliera la ambición de todo macho consumista: «Llegar» al «cero kilómetro», llegaríamos al cero kilómetro de velocidad.
¿Y cuántos autos caben en las calles? Es una pregunta que, curiosamente, nadie se formula. Los economistas se alegran de que aumente la producción de autos (50 000 por mes en Argentina), es decir, la producción del colesterol que tapa las arterias. Lo que es bueno para «la Economía», es malo para el goce del tiempo, para la atmósfera que nos sustenta, es decir, para la vida. El capitalismo, fundado en el consumo irracional, amoral y a menudo estúpido, sin valores que lo orienten, es un paradigma que no enaltece la vida y claramente tiende a suprimirla —como lo ha hecho ya con centenares de miles de especies animales y vegetales. Una contradicción perfecta entre el progreso proclamado y la realidad.
Personalmente intento acercarme más cada día a los conceptos que un joven preso, de 27 años de edad, transmite en carta a su madre, no muy diferentes a los que el carpintero aquel, joven también, transmitió a sus 12 discípulos: «Valdré menos cada vez que me vaya acostumbrando a necesitar más cosas para vivir, cuando olvide que es posible estar privado de todo sin sentirme infeliz. Así he aprendido a vivir, y eso me hace tanto más temible como apasionado defensor de un ideal que se ha reafirmado y fortalecido en el sacrificio. Podré predicar con el ejemplo, que es la mejor elocuencia. Más independiente seré, más útil, cuanto menos me aten las exigencias de la vida material».
El preso número 3859 se llamaba Fidel Castro Ruz.
*Arquitecto argentino, autor de varios títulos, entre ellos: Cuba existe, es socialista y no está en coma y Cuba rebelde, el sueño continúa.