Hay gente que posee especial predilección por repartir halagos, lo que asume con profesionalidad para caer bien y crearse una imagen de gracioso. Jamás ven la mancha, aunque esta tape al mismísimo sol.
Se les aprecia repartiendo besos, apretones de mano y abrazos, obsequiosos y prestos siempre a desenvainar la frivolidad a fin de alabar hasta al que se le ocurrió desaparecer el agua fría, o inventar el picadillo de cáscara de plátano burro.
Los hay que exprimen el don de la alabanza desmedida con la intención de escalar o resolver algún problema de los que nos agobian; mientras otros lo concretan por puro instinto de conservación, al acuñar el «para qué coger lucha, resuelva y olvídese de la vida».
Los apologistas son enfermos a justificarlo todo, además de circunscribir los desaciertos a términos de excepcionalidad, de hechos aislados —una palabrita que les encanta—, independientemente de que pululen igual que las marañas a costa de la necesidad ajena.
Su pensamiento está restringido al vocablo justificación. Si en medio del carnaval desaparecieron en Santa Clara durante horas y horas la cerveza, explican de inmediato «que la fábrica tiene una línea rota, o que se le ponchó una goma a la pipa», y rematan, «por favor, no sean desconsiderados. Qué más pedir si hay carnavales».
Nunca se les ocurre decir que es un hecho inédito, el colmo de los colmos. O indagar el por qué con tantísimos equipos de audio no apareció nadie que, al menos, esclareciera lo que pasaba para evitar la ansiedad por la evaporación ambarina.
Ellos sacan la justificación de debajo de la manga, sin sonrojarse siquiera. Las lluvias devienen blanco continuo de sus elucubraciones. Si hay sequía, la esgrimen para acreditar hasta la falta de cigarros en los merenderos. Si ocurren sostenidos aguaceros, los culpan de que el picadillo de soya haya venido como aguado.
Ahora mismo, cuando la gente comprobó compungida que al llamado chicharrón de viento, que era una luna completa cotizada a un peso, le aplicaron el menguante y la dejaron a la mitad, lejos de discrepar, el apologista razonó:
«Señores, lo que pasa es que escasea esa materia prima y decidieron reducirlo para que alcanzara para todos… es un gesto humano, digno de encomio». Y ante la sencilla pregunta de por qué no disminuyeron el precio para el consumidor en igual proporción al recorte del chicharrón, la mundial: «Con el análisis y papeleo que hay que hacer para bajar un precio, sería imposible de sopetón, eso lleva años de profunda reflexión de los diversos factores».
En el delirio de su comportamiento, se sorprende ante la alarma general debida a que los carretoneros decidieron aumentar, en medio de la fiesta, el pasaje a dos pesos por persona desde el Sandino hasta la calle J. Y lo mismo en otras rutas, y lo mismo con determinados productos: ese bistec transparente de cerdo lo clavaron a siete pesos; un tamalito, a tres; unos espaguetis, 20, y el bocadito de carne hecha hilo a mano limpia, a cinco...
Claro, estábamos en el carnaval, devenido en un puro hecho mercantil más que cultural, que semeja un río revuelto en que todos los trastazos van a parar contra el consumidor.
El apologista explica el por qué fácil: «No sean abusadores, ciertos inspectores también tienen derecho al descanso retribuido, y a determinados administrativos, pobrecitos, el ajetreo del cálculo de las ganancias no los deja ni ver, y muchos menos oír».
Ahí mismito le brota al regalador de halagos, de manera diáfana, parte esencial de su filosofía de comodín, ese mal que corroe, que consiste en dejar hacer y deshacer.
Mucho, pero mucho cuidado con los que andan por ahí ensalzando y ensalzando, pues son los que conviven con la ineficiencia y la maraña, sin levantar un dedo para tratar de conjurarla.
La apología enturbia los sentidos, resquebraja la credibilidad y, en última instancia, encandila porque desvirtúa la realidad, intenta pasar lo malo enmascarado de bueno en una complicidad hecha a la medida de los que les da lo mismo una cosa que otra.