Hace días que me sentía en el compromiso humano de escribir algo sobre Eddy Martin. Los avileños me lo pedían en la calle de modo que decidí hacerlo cuanto antes. No lo había hecho debido a que quería tomar testimonio de algunos sus mejores amigos. Ante la imposibilidad de contactarlos, por diversas razones, amanecí hoy con la convicción de que iba a escribir antes de que algo sucediera, dados los intermitentes rumores que llegaban. Por esos misterios que la vida tiene, comenzaba yo a escribir a la misma hora en que el colega fallecía en La Habana: 6:30 de la mañana. Y luego de enviarla al diario me fui a la calle donde me bofeteó la noticia. Siento que esta inyección de amor, preparada con el cariño y la admiración del pueblo de Ciego de Ávila, no llegara a tiempo. Sean entonces estas palabras, sencillamente, el homenaje póstumo de un pueblo que tuvo y tiene en él a uno de sus más fieles hijos.
El simple contacto del húmedo algodón con la nalga nos eriza hasta mismísimo hipotálamo. Ese músculo tan vilipendiado de la parte trasera del cuerpo humano salta, como cervatillo, ante la premonición de la aguja. Y aunque la enfermera nos esté hablando de los conejos de España el corazón, desbocado, se nos va a latir para ese lugarcito nada poético.
Que yo sepa, aún la ciencia no ha patentado una inyección sin dolor que en lugar de ser picada de avispa —que a unos hace gritar como a Tarzán y a otros correr como Juantorena— acaricie en lugar de agredir. Sin embargo, sé que existe otra manera de medicamentar, sobre todo a los seres queridos, aunque no aparezca registrada en los anales científicos del mundo.
Tener un familiar ingresado en un hospital, por mínimo que sea el asunto, siempre desata una zozobra colectiva que tratamos de desbrozar sentándonos todos, a la hora de la visita, sobre la cama del enfermo. Levantamos la voz como en una peña beisbolera, le decimos, de dientes para afuera, que no sea bobito, que nada le va a doler, cuando sabemos que es mentira. Y hasta los hay que colocan, de manera disimulada, su resguardito debajo de la cama del pariente o amigo hospitalizado para librarle de las grandes angustias. Así somos los cubanos. Capaces de morirnos en una cuarta de tierra por defender el derecho de las palmas a empinarse, airosas, pero ratoncitos de laboratorio ante la más simple de las pruebas clínicas.
Semanas atrás, un anginoso dolor conmocionó la ciudad donde vivo. Ciego de Ávila activó todas sus legiones afectivas ante la noticia de que nuestro querido «tamarindero», Eddy Martin, había sufrido un accidente de tránsito. La noticia horadó el alma de nuestra identidad más cercana; la de la tierra donde crecimos echando un «pitén» en el solar de la esquina.
De entonces a esta parte, en que poco sabemos de su salud, pero vivimos prendidos a la esperanza de que su clara voz vuelva a alzarse desde cualquier estadio del mundo, su nombre no ha faltado, una sola mañana, en el parque Martí de esta ciudad. Sus entrañables amigos, desde acá, le insuflan aire a sus pulmones reviviendo las anécdotas más hilarantes que les hizo hombres, entre el río Machaca y las guayabas, entre las muchachas lindas y las ansias de triunfar cada uno en la vida por ese ímpetu propio que acompaña a los jóvenes.
Y ha vuelto entonces Eddy, por boca de quienes tanto le quieren en esa mezcla mágica de amor y admiración, a los micrófonos de aquella emisora local compartiendo así su querida voz con el pueblo; y ha vuelvo a amanecer sobre aquella lágrima que derramó la ciudad, un 31 de diciembre, cuando tomó el tren hacia la capital en busca de esa oportunidad única que todos soñamos.
En los bancos del parque nadie habla de él con tristeza; todo lo contrario. Llueven las anécdotas y hasta el árbitro Javier dice que no hay hombre más apegado a su tierra, más avileño, que el propio Martin. Afirma que ha viajado toda Cuba a su lado y que Eddy no ha cesado todo el tiempo de hablar de su terruño; este donde tuvo la primera eyaculación, la primera novia y el primer afán por compartir su alma, radiada, como quien regala nísperos a los pájaros.
Pero la cualidad que más salta en cada conversación, en esa especie de Esquina Caliente de sincero homenaje, no es la del avezado locutor de béisbol; dueto irrepetible junto a su «yunta» Héctor Rodríguez, en la cual nunca se ha podido definir quién es la figura y quien la contrafigura de esa fiesta alhambresca en que convierten cada partido narrado.
Las lindezas que se comparten dibujan al increíble ser que habita bajo esa frágil «escafandra humana» que es la carne y el hueso. Y entonces uno empieza a entender que la verdadera carne y el verdadero hueso están hechos de las fibras que nos tejen el alma; ese objeto tan inasible e inexplicable, pero que, sin dudas, es la geografía exacta de los sentimientos.
Acá nos impacientamos. Quisiéramos saber diariamente de su estado de salud, pero también se entiende que, en un país como el nuestro donde se respeta tanto la privacidad propia de las figuras públicas librándolas así de todo aire farandulesco y malsano, de ese «paparazzismo» que agobia y mata en otras realidades, la intimidad de cualquier ser humano, por famoso que sea, es sagrada.
Por eso, mientras tanto, mientras llegan noticias, todo un pueblo, desde su natal terruño, le envía el mejor medicamento del mundo; esas inyecciones que no duelen, esas que no tienen precio porque no se pueden comprar si no se ganan; ese antibiótico único hecho de historias comunes, del cariño entrañable y de la admiración más sincera; ese aerosol que, desde aquí, pretende airear sus aguerridos pulmones y le piden a Eddy que este no sea su último juego narrado por la vida.