EL verano suda excesos. Se empapa de adrenalina y desenfreno. Asomado a un imaginario mirador del planeta desde una estación orbital, en estos días estivales uno podría distinguir con más fuerza cómo se exacerban en la Tierra los efectos del desmedido trato que el ser humano ha dispensado a la Naturaleza y a sí mismo como domador de aquella.
En verano hay lánguidos diluvios en Europa. Y allá, en las exhaustas ondulaciones del Sahel africano, castigadas por una sequía de nunca acabar, legiones de insectos arrasan los cultivos ante la desesperanza de las madres, que con los pechos tan secos como la tierra, ven morir de hambre a sus efímeros bebés.
Un año más, la temporada ciclónica presagia mayores alevosías de los vientos, mientras los accidentes en las carreteras y vías férreas clasifican como graduales tsunamis. Las guerras no suelen tomar vacaciones y siguen sembrando muerte. El petróleo, con sus cotizaciones por encima de los 75 dólares el barril, lanza guiños apocalípticos. Por estos meses, se incrementan los divorcios en la convivencia de vacaciones. Y hacen su agosto las crónicas rojas de los periódicos con ríos de sangre absurda, activada desde los más recalentados instintos primitivos.
Así está el mundo este verano, aunque los cruceros se repleten de rubios ojiazules persiguiendo aventuras ardientes en escenarios de palmeritas y bongoes; aunque parezca el más cándido de los mundos posibles, en los catálogos que las agencias publicitarias ofrecen para sueños virtuales y onanismos narcotizantes.
Alguien dirá: bajen a ese lunático del imaginario mirador en la estación orbital, y así no nos atormente de tristezas este verano en Cuba, para disfrutar y gozar con la Sinfónica Nacional, el reguetón o el campismo popular.
No pretendo ser el «aguafiestas» de la temporada, porque me consta que, aun con todos los problemas y carencias que estremecen a diario el país, podemos ver y disfrutar el sol, aunque le estemos contando constantemente las manchas.
Pero el calor lo exacerba todo. Los agónicos metrobuses o «camellos» se vuelven carrozas de fuego; en las colas se estiran las horas y los minutos, como si transcurrieran en aquellos relojes retorcidos que pintara el gran alucinado Dalí. Todo es a tropel y fárrago, a todo volumen y espacio. Con la subida de los termómetros, se dispara también el mercurio de las conductas, las iras y los excesos. Hay quien tira la casa por la ventana, y lanza con ella todo, hasta quedarse desnudo de civismo y de respeto.
Verano: ojalá y este año fallen por primera vez mis pronósticos de playas que oscurecen con alfombras de latas, botellas y cuantos desechos confirmen el final del goce, la barahúnda de los sentidos. Conciertos masivos, que nos alegren la vida sin entristecérsela a nadie.
Divertimentos, programas recreativos, funciones especiales, que podamos aplaudir la función de las multitudes veraniegas, esa impredecible puesta en escena de todos los días. Que nos tratemos mejor unos a otros, disfrutemos también la cordura y las altas temperaturas no fermenten las neuronas.
Los periódicos anunciaban ayer que las autoridades han creado las condiciones para garantizar la tranquilidad ciudadana en medio de los calurosos festejos. Excelente. Pero sería preferible que los del orden público no tuvieran mucho trajín, si el público mantiene su orden, y cada quien cuida su tranquilidad en esta rara ínsula de un mundo que hierve de locuras y desatinos.