«Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento...», escribía el Hombre de La Edad de Oro casi al final de la carta testamento dirigida a Manuel Mercado, horas antes de su siembra en el suelo de la Patria. Y así fue.
Era al caer punto de referencia de las aspiraciones patrias. Ha sido desde entonces horizonte permanente de todos nuestros sueños de libertad y justicia.
En busca de realizar sus sueños, hemos logrado otros que también eran suyos, acaso apenas esbozados por lo que entonces descubrió en lo hondo de los hombres: la fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud. Siempre que una época ha precisado de algún sacrificio, se ha invocado su nombre. Fue así en las luchas de Mella, Villena y Guiteras, o en aquel 16 de octubre de 1953, cuando un joven abogado denunció la negación horrorosa que en aquella parodia de república se hacía de las ideas del Apóstol. Fue así también cuando, luego del triunfo revolucionario se hizo necesario borrar el analfabetismo, o cuando debimos enfrentar agresiones.
Presente ha estado su enseñanza cuando hemos ido a ayudar a otros pueblos porque Patria es Humanidad. O cuando creamos nuestros poderes populares, porque «el espíritu del gobierno ha de ser el espíritu del país»; o cuando defendiendo la unidad que él nos enseñara, fundamos el Partido, que existe «seguro de su razón, como el alma visible de Cuba».
Más de un siglo después del combate de Dos Ríos, su magisterio nos impulsa a través del mismo joven que estuvo dispuesto a morir por salvar su memoria del olvido, y que ha devenido en el mejor discípulo. Por Martí salimos a tiempo a defender el derecho de un padre cubano a criar a su hijo, porque de él aprendimos que «nunca deben los padres abandonar a otros el molde al que acomodan el alma de sus hijos». También por él nos preparamos cada día en el manejo de las únicas armas invencibles, «las armas del juicio, que vencen a las otras», y libramos la Batalla de Ideas porque nos enseñó que «trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras». Él es nuestra fuerza en la lucha diaria por la liberación de los Cinco Héroes prisioneros del imperio, seguros de que más temprano que tarde volverán, porque «un principio justo, desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército» y porque nos dijo que «los malos no triunfan sino allí donde los buenos son indiferentes».
Martí, como Fidel, nos enseñó a distinguir a la patria de Lincoln, el leñador de los ojos piadosos de la patria de Cutting, el picapleitos, y de Walker, el filibustero. El pueblo norteamericano no es el gobierno norteamericano, sino su rehén. La patria de que habla el presidente George W. Bush, y en nombre de la cual lleva la muerte y la destrucción a «cualquier oscuro rincón del mundo», no es la patria de Mark Twain, sino su negación. La patria de los halcones de la «guerra contra el terrorismo», que amparan a «sus» terroristas y los llaman «patriotas», no es la patria que defendieron Malcom X y Martin Luther King. Nuestra lucha de hoy, como la de Martí entonces, no es solo por defender los valores sagrados de nuestros países americanos, sino también por salvar, aun a pesar suyo, el honor ya dudoso de la gran república del norte, y de la vieja y decadente Europa, que en el desarrollo de sus territorios hallarían más segura grandeza que en la labor de conquistar a sus vecinos menores.
Paso a paso vamos con todos y para el bien de todos camino de aquella república que Martí soñó, donde habrá de alcanzarse toda la justicia. Los logros obtenidos por los jóvenes que se forman como trabajadores sociales, maestros emergentes, instructores de arte, y otros muchos, son —como él diría— apacibles augurios de un tiempo que será todo claridad. Cuba es hoy la universidad americana que él deseó, y junto a Venezuela va haciendo por sobre la mar lo que por debajo del mar hizo siglos antes la cordillera de fuego andino: unir la América en que nació Juárez, más amada que la otra, por nuestra y porque ha sido más infeliz.
Nuestros pueblos, cansados del yugo, comienzan a desperezarse, y los gobiernos que hacen el oficio de celestinos se yerguen para admirar el ALBA de un nuevo amanecer.
Ahora puede el viajero del tiempo volver a Caracas, y sin sacudirse el polvo del camino, ir de pie hasta la estatua de Bolívar, nunca más solo junto a los árboles de la plaza, para mirar sin avergonzarse al padre americano, porque su isla no es ya la rémora de América sino el faro hacia un mundo mejor.
Sin duda sabía José Martí de qué hablaba, cuando dijo que «algo nace, poeta, cuando mueres». Siempre confió en la germinación perpetua del amor. Y fue verdad: su verso creció mucho. Bajo la yerba se nos ha hecho gigante.