Yo no sabía lo que era un homosexual. Me daba cuenta, sin embargo, de que Martín, mi primo, el conserje del Liceo, caminaba como si flotara en el aire, moviendo sus glúteos con un ritmo muy distinto al de la mayoría de mis conocidos. Hablaba también de una forma que se me antojaba diferente. No había visto a nadie con una obsesión de limpieza tan exagerada. Los pisos del Liceo brillaban y las casi dos docenas de sillones de majagua que adornaban el portal lucían relucientes gracias a los fregados diarios de Martín, con potasa y cepillo de raíz.
Era, además, un excelente repostero; hacía los mejores cakes del pueblo. Solo que cuando no le salían a su gusto porque el merengue se azucaraba demasiado o la panetela no cogía el punto que deseaba, lo arrojaba todo al patio del Liceo maldiciendo y gritando como un endemoniado, mientras rechinaba los dientes en un acceso de ira impresionante. Por otra
parte, no había enfermo en la familia al que no inyectara con mano ágil y tierna. A los pacientes de Martín jamás se les enquistó una inyección. Vestía sencillamente, pero sus camisas de hilo y sus pantalones de dril lucían siempre bien lavados y planchados. A su paso dejaba una estela de fragante perfume que era, para mí, imposible de identificar.
Me gustaba hablar con él. Sabía de todo un poco. Sobre todo de personajes internacionales de los que yo no tenía noticia alguna por aquel entonces. El rey Alfonso XIII, el aviador Charles Lindbergh, la tenista Susana Langlen, el actor Rodolfo Valentino, etcétera, 40 etcéteras. Nunca me habló mal de nadie. Su conversación era para mí mucho más amena que la de algunos profesionales del pueblo que iban al Liceo a jugar dominó y a contarse chismes de la última joven que había perdido la virginidad en el baile de la noche anterior. Llegó el momento en que deseaba salir del colegio e ir a encontrarme con él, que ya me esperaba para conversar.
Un día aciago se me acercó uno de aquellos asiduos al dominó del Liceo. Me dijo que quería advertirme que mi primo era maricón y que seguramente me estaba conquistando para hacerme su víctima, que no debía conversar más con él, que me lo decía por mi bien. En fin, todas esas cosas que se dicen en casos similares. Y me dejó con una gran duda en el alma. Sobre todo sentí la sensación de estar perdiendo un amigo.
Pasé unas semanas sin ir al Liceo. Un día mamá, quien era verdaderamente la prima hermana de Martín, me mandó al
Liceo para que me inyectara. Él se dolió del tiempo que hacía que no conversábamos. Le dije entonces por qué había dejado de visitarle. Nunca he visto una mirada tan triste. No me negó, sin embargo, su homosexualismo. Aunque alegó que para él la familia era sagrada y que, por lo tanto, no significaba ningún peligro para mí. Solo entonces me expuso su teoría. Según él, los homosexuales eran una especie de privilegiados, dotados de una inteligencia superior a la media, que por su sensibilidad disfrutaban más de la belleza del arte y la literatura, que la historia estaba llena de homosexuales famosos.
Por primera vez oí hablar de Platón y de Sócrates, de Oscar Wilde y de Lecuona; y resumió su singular teoría afirmando: —Nada, mi primo, que la más bruta de nosotras sirve para obispo—.
Y se rió, convulsionando sus hombros.
Después agregó:
—Pero no te preocupes, que también hay no homosexuales que triunfan en la vida. Y tomando una baraja española empezó a echarme las cartas:
—Tú serás uno de ellos.
Cuando vi el final del filme Fresa y chocolate y el público prorrumpió en aplausos, la emoción me humedeció los ojos. Estaba pensando en mi primo Martín.
*Durante esta semana, JR reproduce en este espacio textos publicados en sus páginas por el destacado escritor y humorista Enrique Núñez Rodríguez, en homenaje al centenario de su natalicio, el próximo 13 de mayo.