El histórico lomerío del Escambray solo le arrancó un suspiro al vecino de Luyanó con cuna sagüera. No podía esperarse menos de un espíritu aventurero de solo 16 años. Bastaron pocos días desde su llegada para que Manuel Ascunce Domenech aprendiera con la familia Fernández Rojas a sacar agua de un pozo de brocal, beber leche recién ordeñada, disfrutar de las aguas cristalinas del río, montar a caballo…
Cada experiencia, un descubrimiento. Satisfacciones inmensas como las de cada noche, cuando su alumna Neysa Fernández Rojas, una guajirita de la zona de Limones Cantero, en Trinidad, descubría las letras y los números.
Así logró, a poco más de dos meses de su despedida del asfalto capitalino, hacer suyos los trillos serpentinados del lomerío, la casita humilde sin electricidad y los corazones abiertos de la familia montuna. Tanto así que en una carta a su madre, Evelia Domenech, pidió lo que creyó el mejor regalo para la fiesta por los 15 años de Neysa: un cake de helado preservado por una tableta de hielo seco traído directamente desde La Habana, que dejó a todos con la boca abierta.
A los pocos días de aquella celebración, Manolito —como cariñosamente se le nombró— entregó en Condado el certificado de alfabetización a Neysa. Cumplida esa primera misión se trasladó
hasta la casa del matrimonio Pedro Lantigua y Mariana de la Viña.
Con solo poner un pie en el hogar se convirtió en el séptimo pichón de la familia. Aprendió el maestro a domar el cafetal perdido en el monte y a sacar cangres de yuca. Pero la noche era sagrada para enseñar bajo la luz del farol chino.
Una rutina de pocos días, porque con el oscurecer del 26 de noviembre de 1961, el dolor se adentró en la finca Palmarito, en Limones Cantero. Mocho, el perro, fue el primero en avizorar el temblor que cruzó el aire. Las bandas de Felucho Lemas, Pedro González y Julio Emilio Carretero sitiaron el rancho.
—¿Qué pasa, Pedro, no nos conoces? —dijo uno que ni por vestir de verde olivo podía ocultar de sus manos el olor a asesinato.
De inmediato el terror pasó frente a los ojos de la familia.
—Este es el maestro comunista —gritó otro al ver a Manuel.
—Es mi hijo —respondió Mariana.
Mas el jovencito no dudó en darle el frente a la situación, aunque sabía que firmaba su sentencia de muerte:
—¡Yo soy el Maestro! —enfatizó.
Lanzando carcajadas y mediante empujones se llevaron al campesino Pedro Lantigua y a Manuel Ascunce. La oscuridad se los tragó enseguida. Ni tan siquiera el más largo de los gritos de Mariana los devolvió.
Al día siguiente los cuerpos de los dos hombres fueron encontrados colgados con alambre de púas de una acacia mediana, no muy lejos del bohío.
Justo allí, un sencillo monumento incrustado en un rincón de la serranía trinitaria rememora el crimen, resultado de las órdenes de la Agencia Central de Inteligencia. No fue el primero, ni mucho menos el único con el que intentaron socavar el atrevido proyecto cultural que representó la Campaña de Alfabetización en la Cuba revolucionaria.
Apuntalada sobre la convicción de 34 772 educadores voluntarios, 120 632 alfabetizadores populares, 13 016 brigadistas Patria o Muerte y más de 100 000 estudiantes de las brigadas Conrado Benítez, se llevó la luz del conocimiento a más de 707 000 cubanos en todos los rincones de la Isla. ¡Un hecho sin precedentes!
Y como la desmemoria no tiene cabida en esta nación, justo a un costado de la carretera que lleva de Sancti Spíritus a Trinidad se «sembró» una valla con la frase orgullosa del joven: «¡Yo soy el Maestro!».
Detrás, a unos metros, la legendaria Torre Manaca Iznaga indica el camino cuando se quiere visitar el sitio exacto donde hace 60 años nació el legado de aquel joven que tuvo el coraje de dar nuevas lecciones desde su muerte.