Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El duro oficio de ser padre*

Siempre he pensado que se debían invertir los términos. Que uno debía ser primero abuelo y después, padre. Algo así como hacer la carrera antes que el bachillerato

Autor:

Enrique Núñez Rodríguez

Vamos a ver si nos ponemos de acuerdo. Se oye, o se lee, que toda la culpa de las indisciplinas de algunos jóvenes la tienen sus padres, divorciados o no. Eso, por una parte. Por la otra se escucha, con bastante frecuencia, entre los de mi edad, la queja reiterada.

—Los jóvenes de hoy no son como los de antes.

Ni lo van a ser, por suerte. Son otros los problemas. Otra la sociedad en que les ha tocado vivir. Tampoco los viejos de hoy en día somos como los de antes.

Yo hubiera querido ver, alguna vez, a mi abuelo Enrique Quivicán haciendo ejercicios aeróbicos, en short, en un parque público. ¡Ni soñarlo!

¿Quién le hubiera podido hacer ver, a aquel viejo menocalista, que el tabaco mambí que colgaba permanentemente de sus labios dañaba la salud? Y, sin embargo, nunca he vuelto a escuchar una expresión gutural como la que emitía cuando no me veía entrar, gordo y despeinado, en su puestecito de pedir limosnas, como le llamaba a la venduta donde expendía un delicioso pan relleno con picadillo, a dos centavos la ración. Triste parodia del café Yara, orgullo familiar que se llevó el ciclón del crack bancario en la crisis económica de la década del 30.

No me dejó un centavo, pero me legó su amor por los mambises, incluyendo su pasión por aquel general de los timbales al que llamaban El Mayoral. La vida me enseñó después que abuelo se equivocó con Menocal, pero me dejó la parte buena de su amor por Cuba, y aquella expresión gutural que era su manera de decir: te quiero.

Siempre he pensado que se debían invertir los términos. Que uno debía ser primero abuelo y después, padre. Algo así como hacer la carrera antes que el bachillerato. Es absurdo, pero creo que sería útil.

Las diferencias generacionales se atenúan con el paso de los años. He sido padre, y ahora soy abuelo.

¡Cuántos enfrentamientos me hubiera ahorrado con mi hijo Enriquito, de haber sido yo abuelo, cuando me llenaba la casa con muchachos que entonces me parecían irreverentes porque hacían música sentados en el suelo! De aquellos jóvenes hay algunos que son hoy mi orgullo legítimo. Baste mencionar a Silvio Rodríguez. Se agregó, por derecho propio, a la lista de mis amigos músicos más admirados: Rodrigo Prats, Gonzalo Roig, Adolfo Guzmán, Enrique Jorrín.

Confieso que, cuando aún no había cursado el posgrado que me convirtió en abuelo, me molestaba muchísimo que Enriquito me llevara mis mejores medias, dejándome con las que no tenían elásticos. Me condenó a no cruzar jamás las piernas en lugares públicos para no mostrar aquellos calcetines desgolletados  que se me escurrían, como banderas a media asta, por los avergonzados tobillos. Y con las medias, mi mejor guayabera, la que guardaba para «cuando repiquen gordo», como me decía mamá, refiriéndose sin duda a los días festivos en que se echaban a volar las campanas de la Iglesia. Y con la guayabera se llevaba también mi mejor pañuelo.

Los médicos me indicaban dietas hipocalóricas. La gente no concebía la obesidad. Pero no hacía las dietas convencido de que, si adelgazaba y empezaba a usar la talla 34, me iba a quedar sin calzoncillos. Enriquito usaba esa.

Cuando la crisis de la década del 60, en los peores momentos del bloqueo, se me apareció un día como a las tres de la tarde en el ICRT. Me dijo que estaba hambriento; que no había comido nada desde el día anterior. Y me pidió que utilizara mis influencias con los capitanes de restaurantes del Vedado para almorzar. Salimos a recorrer las estaciones. La Roca, La Torre, El Conejito, el salón Arboleda del hotel Nacional, Los Andes, Las Cibeles. Mis amigos gastronómicos, famosos casi todos, no pudieron resolverme. Sentí entonces esa piedad infinita que solo los padres han sentido alguna vez. Pero no quise demostrarle lástima. Los padres han de endurecer a sus hijos, pensé. Y le recordé cuando lo sacaba a comer, de niño, y ordenaba para él un filet mignon con papas fritas. Cuando el mochila ponía el pan y el agua, Enriquito caía sobre ellos con voracidad increíble. Le advertía que esperara el filete, que no se llenara con el pan con mantequilla y el agua. Pero cuando, al fin, llegaba el camarero con el humeante bisté, me decía que estaba lleno, que no podía comérselo. Le pregunté si se acordaba de aquello. Me contestó, apenado, que sí. Y entonces fui cruel. Brutal. Le dije:

—Pues ahora, jódete.

Venganza absurda de un padre sin experiencia. Si hubiera sido, aquel día, abuelo, no habría resultado tan categóricamente grosero.

Hace unos años, cuando ya pensaba como abuelo, lo senté en mi despacho y le advertí que no debía cogerme mis medias ni mis pañuelos, que eso no estaba bien, que cada cual debía vivir con lo suyo, que el consumismo es un vicio deleznable y que sentía cómo iba perdiendo la consideración y el respeto que me merecía. En un alarde de sicología aplicada, le advertí:

—Yo también necesito estar presentable. Soy tan artista como tú. Y se curó. Nunca más he notado la falta de mis medias o guayaberas. Mi hijo había madurado. Y me sentí triunfante.

Solo que, a veces, cuando transcurren algunos días sin que sepa de él, abro desesperadamente las gavetas de mi chiforróber, ansioso de comprobar si me ha llevado algo, deseoso de notar la falta de mi mejor par de medias o de la guayabera que conservo para los entierros y las reuniones del Consejo Nacional de la Uneac, y, cuando veo que están allí, experimento la dolorosa angustia de haber perdido a mi hijo.

Menos mal que cuando me encuentro con mi nieto Tupac, excelente estudiante, narrador y poeta aficionado, clava sus ojos en mi pulóver nuevo de una forma que he aprendido a conocer con el tiempo.

 

*Con esta crónica JR honra a los padres y a este cronista excepcional, cuyo 90 cumpleaños recordamos recientemente.

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