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Es preciso soñar

Lenin falleció hace cien años y entre leyendas y manipulaciones aparece la figura de un hombre que marcó la historia de la humanidad

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Era el 21 de enero de 1924 y hacía frío. Era un frío terrible, lacerante. Un frío que hacía sentir en el cuerpo algo parecido a la hoja de un cuchillo que cortaba la piel con insistencia. La temperatura había descendido a más de 30 grados bajo cero y, casi a las 7: 00 p.m., en las avenidas de Moscú la neblina hacía ver a los árboles como unos objetos solitarios, borrosos. Unos objetos que no parecían de este mundo. Y a esa hora, al caer la noche, se conoció la noticia.

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Un telegrama cursado a todas las regiones del país comenzaba con un aviso: «A todos, a todos, a todos...». En algunos lugares los telegrafistas pensaron que era un aviso por la obstrucción de las vías bajo la nevada.

Pero enseguida los oficinistas tuvieron un sobresalto al transcribir las señales en clave morse y leer: «Ayer, 21 de enero, seis horas cincuenta minutos, en Gorki, falleció Vladímir Ilich Lenin».

El cadáver llegó a Moscú por tren el 23 de enero desde Gorki, una finca ubicada a las afueras de la capital rusa. Escoltado por veteranos de la Guerra Civil y una muchedumbre de personas, el féretro se trasladó hacia el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos.

Una fuerte ventisca no impidió que miles de personas avanzaran sobre una densa capa de nieve y esperaran su turno para ver el cuerpo. Se calcula que medio millón de personas pasaron ante el féretro.

Al recordar esos días, el poeta Vladimir Maiakovski escribió: «De millones de ojos,/ y también de los dos míos,/  caen mejillas abajo lágrimas heladas. (...) Hoy enterramos/  al más terrenal/ de todos los hombres/ que pasaron por la tierra./ Terrenal,/ pero no de aquellos/ que miran solo por su macuto./ Él abrazó toda la tierra,/ él vio lo que el tiempo encierra,/ él es como usted/ y como yo,/ exactamente lo mismo».

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Al conocerse el triunfo de la revolución dirigida por Lenin, un joven italiano escribió: «Es la revolución contra El Capital de Karl Marx». El artículo se publicó el 24 de noviembre de 1917 en el periódico Avanti y su autor era, nada más y nada menos, que Antonio Gramsci.

La frase parecía un sacrilegio; más cuando el líder ruso y sus seguidores se reconocían marxistas. Sin embargo, unos párrafos más adelante se encontraba la explicación: al pensamiento revolucionario de Karl Marx lo habían lavado tanto, lo habían puesto tan tranquilito, que su libro fundamental, decía Gramsci, «era el libro de los burgueses de Rusia».

Según esos criterios, para que el cambio llegara, para que los desposeídos tuvieran esperanzas, se debían esperar años de evolución porque, sencillamente, así lo había dicho Karl Marx. Por ahí andaban las cosas, con más reverencias que los altares de una catedral, cuando llegó Lenin y mandó a parar.

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Lenin paró precisamente eso: un dogmatismo. Ya por ahí, por el esfuerzo de pensamiento y por la rebeldía que eso implica, su nombre se merecía un lugar entre los pensadores del mundo.

Pero resulta que este hombre de estatura mediana, corpulento, de pelo rojizo y ojos azules, llenos de picardía, iba por algo que estaba más allá de los libros. Su intención no era solo pensar, sino también actuar para los que no tenían nada. Por eso sigue tan subversivo. Hasta los días de hoy.

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La mejor manera de matar a Lenin fue quitarle la humanidad. Después de su muerte, al pensamiento revolucionario lo quisieron poblar de estatuas con su figura. Lo volvieron tan frío y tan distante, que hoy puede horrorizar una confesión de su esposa Nadiezda Konstantinova Krúpskaya.

«El hecho —expuso en sus memorias— de que no describo en estas páginas nuestros momentos románticos ni la ardiente pasión juvenil no significa en absoluto que no los tuviéramos en nuestra vida».

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Alrededor de su figura se han tejido las leyendas más horrendas. ¿En qué lugar está la verdad y la mentira? Se dice que era un calculador de marca mayor. Que era frío. Que las personas para él no eran seres humanos, sino piezas a mover o sacrificar en un juego de ajedrez llamado política. Que podía mandar a matar sin mostrar ápice de pena alguna.

Las tergiversaciones y las glorificaciones a todo lo alto han terminado por desdibujar al hombre real, con sus aciertos y errores, con sus sueños y frustraciones. No se dice para nada de las durezas de su vida, de sus privaciones, ni los peligros, ni mucho menos los obstáculos terribles que enfrentó como estadista.

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Ya en el poder, ese demonio escapado de los avernos enfrentó a los ejércitos de la contrarrevolución, que en la suma total de hombres llegaban al millón de soldados. De afuera nadie sabía de dónde sacaba fuerzas para seguir. Pero resulta que quienes luchaban por los ideales de la Revolución, sí lo sabían. O lo sentían.

Porque durante esos días terribles, Lenin también tenía otras preocupaciones. Una de ellas eran los niños sin casa: los gamberros, los que vivían robando, los que habían perdido a sus familias y apenas tenían para comer.

Cuentan que después de una reunión de guerra a su despacho llegó una carta. La enviaban desde una de las casas para donde llevaban a los muchachos de la calle. En el documento contaban que los chicuelos ya se bañaban, que usaban ropas limpias y daban los buenos días.

«También dicen que van a clases, que ya leen y escriben, que ya saben cepillarse los dientes y usar los cubiertos en la mesa —comentaba Lenin sin apartar la vista del papel. Luego alzaba la cabeza y se fijaba en las personas que lo rodeaban—. «¿No es eso una maravilla?». Y dicen que a esa hora los ojos azules brillaban. Pero no de astucia, sino de felicidad.

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En 1937 Víctor Serge, uno de los revolucionarios que acompañaron a Lenin en los días de octubre de 1917, lo recordaba con su mismo traje de emigrado en Suiza.

Lenin junto con su sobrino Víctor, hijo de su hermano Dimitri. Foto: Archivo de JR

«Le vi (...) en la fase más ardiente de su vida —escribió Serge—. Nadie era más sencillo que él. Nadie estaba más alejado de todo lo que fuera jugar al hombre de genio que verosímilmente era, el gran jefe, el fundador del estado soviético. Todas estas palabras dichas a propósito de él le hubieran indignado. Cuando se agravaban los desacuerdos en el partido, su mayor amenaza era: «presento mi dimisión al Comité Central, vuelvo a ser un simple militante y a defender mi punto de vista en la base...».

Tres días después del entierro, el 30 de enero de 1924, su esposa Nadiezda Konstantinova Krúpskaya pidió en el diario Pravda que no se levantaran monumentos, ni le pusieran su nombre a los palacios. «Cuando él vivió, todo esto le fastidiaba. Si ustedes desean honrar la memoria de Vladímir Ilich, construyan jardines de infancia, casas, escuelas, librerías, centros médicos, hospitales, hogares para los impedidos, etc., y, sobre todo, pongamos en vigor sus preceptos».

En la intimidad de sus escritos, Lenin mismo lo había confesado. «Es preciso soñar —dijo—, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía».

 

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