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Se ha ido un halcón

Henry Kissinger será siempre un referente insoslayable de la política estadounidense que respaldó los golpes militares y la aplicación del terrorismo de Estado en Latinoamérica

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Un rastro sangriento de asesinados, torturados y desaparecidos ha reflotado junto con la noticia de la muerte, hace poco más de una semana, del exsecretario de Estado y exasesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Henry Kissinger, un hombre cuyo fantasma volverá a sobrevolar cada vez que se hable de terrorismo de Estado y de los regímenes dictatoriales que asolaron a América Latina en los años de 1960 a 1980, o lo que fue aún más abyecto: la tenebrosa Operación Cóndor.

Murió impune a los cien años, han comentado algunos para remarcar la ausencia de justicia con que se marchó de este mundo uno de los personajes tristemente más relevantes e influyentes de la política exterior estadounidense en las últimas seis o siete décadas; «la mente» tras el golpe contra Salvador Allende en Chile, el aliado de las dictaduras que puso a Washington en la posición de «la vista gorda» para aparentemente no verlas pero, también, el artífice de los bombardeos dictados por el expresidente Richard Nixon en Cambodia y Laos en el contexto de la fatídica, para Estados Unidos, guerra de Vietnam.

Aunque ya fuera de la vida política como funcionario gubernamental, en los años recientes todavía estaba activo y asistía a eventos internacionales, escribía libros con los documentos, antes secretos, que constituyeron para él sus «memorias», y emitía opiniones seguidas con atención por políticos y analistas.

En etapas cercanas mantuvo posiciones en el entramado global que parecían dictadas por un pragmatismo impensado si solo se contemplara el rancio, franco y «famoso» anticomunismo de Kissinger, de cuyo carácter visceral dio muestras, sobre todo, en su quehacer hacia Latinoamérica, región donde su decidido propósito de que se revirtiera todo lo que oliera a progresismo, le hizo pisotear cualquier canon establecido.

Con ironía, en un momento dado llegó a mofarse públicamente de la democracia y de los derechos humanos. Fue durante una entrevista concedida por los años 2000 y recordada después por el experto investigador Peter Kornbluh —un obligado conocedor de la vida de Kissinger desde su puesto como director del Proyecto de Documentación de Chile en el Archivo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, y duro batallador por hacer aflorar la verdad de la historia.

El ya exasesor de los presidentes Nixon y Gerard Ford fue interrogado acerca de las causas por las cuales, en una reunión sostenida con el dictador chileno Augusto Pinochet durante los tiempos del golpe, no le exigió al exgeneral que dejara de violar los derechos humanos.

«Bueno, hay que recordar que los derechos humanos no eran un problema en aquellos días», respondió Kissinger con sarcasmo.

Pero tampoco fue exactamente un gorila: más bien hizo uso de ellos para que se impusieran sus políticas, propósito para el que muchas veces echó mano también a los agentes de la CIA. Era un hombre inteligente del que algunos reconocen sus dotes como hábil negociador.

Apenas en mayo pasado y a punto de arribar a su centenario, quizá sorprendiera su consideración, vertida en diálogo con el diario The Wall Street Journal, de que había sido un «grave error» de Occidente prometerle a Ucrania la entrada a la OTAN, y que ese había sido el desencadenante del conflicto actual.

También reconoció que Sebastopol, en Crimea, «no siempre fue ucraniana», y dio a conocer su opinión de que Estados Unidos había adoptado una postura equivocada en relación con China. Tanto el expresidente Donald Trump como el actual mandatario Joseph Biden, dijo, «quieren exigir concesiones a China y anunciarlas como tales».

Sin embargo, no eran esas posiciones nuevas en él. En los años de 1970, se adjudica a Henry Kissinger el auspicio de una política de distensión de EE. UU. con la entonces Unión Soviética, y el acercamiento de Washington con China.

Por esa misma época, no obstante, afloró también la etapa más sangrienta de su ejercicio como hacedor de la política imperial estadounidense.

No es que fuera dual en su filosofía y la equivocada y hegemónica convicción del poder imperial estadounidense sobre el globo terráqueo. En todo caso fueron duales sus métodos. Kissinger fue otro halcón.

Solo sombras

Aunque algunos han hablado de «luces y sombras al evocar su vida después de la muerte, lo cierto es que las segundas son demasiado tenebrosas para dejar ver algún rayo de luz.

Por encima de otras actuaciones como mentor de la estrategia exterior estadounidense en el mundo, Henry Kissinger será siempre un referente insoslayable de la política que auspició los golpes militares en Latinoamérica y la aplicación del terrorismo de Estado, en el afán de detener los evidentes momentos de cambio que se avecinaban en una región que, hacia fines del siglo pasado, ya se iba cansando del predominio de las oligarquías nacionales y la injerencia de Estados Unidos.

Decenas de miles de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones se perpetraron al sur del hemisferio con un apoyo de Washington no siempre explícito que no ha logrado, sin embargo, permanecer oculto.

Aunque expertos del tema estiman que, tras su muerte, se desclasificarán todavía más documentos que brindarán nuevas pruebas de ello, los legajos que ya han sido ventilados resultan suficientes para condenarlo como estratega en uno de los capítulos más oscuros para América Latina.  

Su «expediente» es doloroso, sobre todo, para los chilenos que no han perecido al influjo del peligroso revisionismo que los seguidores del denominado y en boga negacionismo desatan hoy aquí y en otras regiones del planeta.

A poco de haberse cumplido los 50 años de la instauración de la dictadura pinochetista, la muerte de Kissinger los desmiente y ayuda a revivir la trágica experiencia del golpe contra el Gobierno de la Unidad Popular y sus secuelas, igualmente tenebrosas y expresadas en el sanguinario régimen militar que durante 17 largos años instauró el terror en Chile y del que fueron víctimas, se calcula hoy, más de 40 000 personas.

La llegada al poder, mediante las urnas, de una opción socialista como la defendida por Allende, era algo que Estados Unidos no podía permitir.

Pero el supuesto «lado» duro de Kissinger —¿acaso hay otro?— no se reveló solo en los preparativos de la asonada para la cual se confabuló, previamente, con los militares chilenos, mientras con la derecha política se «fabricaban» las condiciones sociales a lo interno de la nación austral, para propiciar y justificar la irrupción de los golpistas.

Los «recaudos» fueron tomados también por Washington con respecto a otros países latinoamericanos. Al influjo del entonces Secretario de Estado, la Casa Blanca dio su respaldo a la dictadura militar uruguaya, instaurada tres meses antes, y a la argentina, que llegaría tres años después, así como convivió con los desmanes de los regímenes militares instaurados desde casi una década antes en Brasil y Bolivia, o la más antigua, entronizada en Paraguay desde 1954.

Kissinger fue el cerebro tras la terrible Operación Cóndor, que enlazó a esas dictaduras en la represión de los perseguidos por cualquier razón, y que buscaron refugio en naciones vecinas; o secuestraron y se llevaron a esos países a los bebitos nacidos de las muchachas embarazadas que, sobre todo en Argentina, la dictadura detuvo, las hizo parir atadas, y luego asesinó.

Las garras del Cóndor hirieron a Cuba, como se ha establecido después en relación con el asesinato de los diplomáticos Jesús Cejas y Crescencio Galañena en tiempos de la dictadura argentina y el llamado centro de detención Automotores Orletti, donde fueron detenidos y asesinados luego por los militares bajo el mando de la Junta Militar que entonces encabezaba José Rafael Videla.

Quizá la definición más exacta la haya hecho el embajador chileno en Estados Unidos, Juan Gabriel Valdés, quien escribió al conocerse el deceso de Kissinger: «Ha muerto un hombre cuya brillantez histórica nunca logró ocultar su profunda miseria moral».

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