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La zanahoria y el garrote en el legado de Monroe

Convites mentirosos se han dado la mano con intervenciones sangrientas durante 200 años, para materializar la hegemonía de Estados Unidos sobre Latinoamérica y el Caribe

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Aunque la alusión explícita más reciente a la Doctrina Monroe hecha por altos funcionarios estadounidenses la realizó Donald Trump ante la ONU en 2018, el carácter hegemónico que esa política refrenda sigue siendo ostensible en la actitud de Washington hacia Latinoamérica y el Caribe, por más que dicha estrategia no sea pública ni recurrentemente enunciada por los halcones.

Entonces, sin ápice de pudor, Trump reconoció ante el mundo representado en la Asamblea General, los propósitos dominadores que caracterizan las relaciones de Estados Unidos con la región, como trata de hacerlo más allá de sus fronteras: «Aquí en el hemisferio occidental —dijo— estamos comprometidos a mantener “nuestra independencia” de la intrusión de potencias extranjeras expansionistas (…). Ha sido la política formal de nuestro país desde el presidente (James) Monroe que rechacemos la interferencia de naciones extranjeras en este hemisferio y en nuestros propios asuntos».

De pésima recordación para la región latinoamericana y caribeña, la Doctrina Monroe ha cumplido 200 años iniciados el 2 de diciembre de 1823, cuando el expresidente James Monroe proclamó una política atribuida a su secretario de Estado, John Quincy Adams, mediante la cual se declaraba entonces que cualquier intento por parte de Europa de ampliar sus colonias en esta parte del mundo, sería considerado un acto hostil contra Estados Unidos.

Pero claro que el presunto afán, reiterado por Trump, de «proteger» a la región de otras potencias, ha degenerado en un propósito muy distinto: «salvaguardarla» para sí, como enfatiza el entrecomillado de esta redactora: ¿a qué se refería Trump cuando hablaba de «nuestra» independencia? América Latina y el Caribe no somos un apéndice del Norte.  

La conocida y engañosa frase que retrata a la Doctrina, «América para los americanos», no ha significado para Washington, realmente, que nuestras tierras y destinos nos correspondan, sino que las naciones vecinas al sur estaríamos, tampoco bajo la protección de Washington, sino bajo su tutela. Puede comprenderse que así lo entiendan ellos porque, para los sucesivos líderes de Estados Unidos, su país es «América».

Estudiosos han identificado el capítulo de la voladura del acorazado Maine en la Bahía de La Habana y la mal justificada intervención estadounidense en la entonces ya ganada guerra de liberación de España, peleada por los mambises, como la expresión más cabal de la manipulación de aquellos postulados.

Supuestamente, los marines «salvaron» de la Corona española una nación que por sí misma había hecho valer su independencia. Y bajo esa mampara EE. UU. ató la Isla a sus designios mediante engendros leguleyos tan oprobiosos como la Enmienda Platt y el nacimiento de la República mediatizada.

 Intervenciones sangrientas… y otras subrepticias

Pero al socaire de los principios injerencistas que la Doctrina Monroe avala se han cometido otros muchos pecados. La carta blanca que esa política supone para la no pedida presencia estadounidense con el pretexto de «proteger», sustenta también su espíritu injerencista en otros puntos del planeta.

Tampoco se anotan solo en esa estrategia las violentas intervenciones militares que han llenado de muerte, durante  estos dos siglos, a distintos países
latinoamericanos y caribeños, y torcido sus caminos, y la promoción de golpes militares y dictaduras sangrientas mediante la ejecución del terrorismo de Estado.

Debe contarse también la intervención, más solapada, en los asuntos internos de las naciones vecinas mediante una injerencia política asentada en la dependencia económica y, como lo fueron casi todos los golpes e intervenciones militares, con el respaldo que le otorgaron —o le otorgan— ciertas oligarquías nacionales.

Más subrepticia e hipócritamente aún, esa mirada hegemónica se ha querido materializar mediante convites de supuesta integración que solo han buscado engullirse a los países subdesarrollados al sur.

Ya con el denominado «sistema interamericano» en marcha y organizado en torno a la poco latinoamericanista Organización de Estados Americanos (OEA), la llamada Alianza para el Progreso, lanzada por el expresidente John F. Kennedy en el marco de esa institución, proyectaba la inversión por EE. UU. de 20 000 millones de dólares en América Latina durante diez años bajo el eslogan promocional «Mejorar la vida de todos los habitantes del continente».

Más allá de la promesa de un paquete financiero que jamás alcanzaría a conseguir la igualdad prometida porque no se tocarían las estructuras que provocaban el subdesarrollo y, por consiguiente, la pobreza, un objetivo específico del programa, entre otros enunciados, delataba que se trataba de una zanahoria para mantener la región «tranquila»: el establecimiento de gobiernos «democráticos».

Tal enunciado, de neta injerencia política y carácter condicionante, bastaba para dejar saber que se trataba de frenar la posible influencia del ejemplo de la Revolución Cubana en el hemisferio, así como frustrar el nacimiento de los movimientos populares que se constatarían después.

Casi una década más tarde, en 1970, el senador Edward Kennedy, hermano del fundador del proyecto, reconocería la Alianza para el Progreso como un fracaso.

Vendría luego, en 1994, la más ruidosamente fracasada invitación de otro demócrata, el exmandatario Bill Clinton, a una presunta Área de Libre Comercio para las Américas cuyo rechazo concitó una de las respuestas más unidas y contundentes de los movimientos sociales de la región, junto a los presidentes progresistas que a principios de los años 2000 apostaban por la integración autóctona de América Latina, y dijeron No al ALCA, enterrada en Mar de Plata bajo la presidencia de W. Bush.

El marco para lanzar la iniciativa fue otra instancia creada por Estados Unidos para seguir queriendo imponer sus políticas: la llamada Cumbre de las Américas.  

Con menos propaganda, el propio Trump también lanzó a las aguas regionales su anzuelo. América crece, un proyecto presentado por el exmandatario
republicano en 2019, pero atribuido al Departamento de Estado, propuso entonces, entre otros ofrecimientos, potenciar la inversión privada y mejorar la cooperación bilateral con los países que se sumaran.

Estudiosos latinoamericanos advirtieron que, en todo caso, las empresas estadounidenses involucradas buscarían orientar las inversiones hacia obras de gran infraestructura, útiles a sus intereses. Mientras, observadores pusieron en blanco y negro sus dudas al preguntarse si no se trataba, más bien, de frenar la creciente presencia de China, favorecida no solo por el desarrollo económico del Gigante Asiático sino, sobre todo, por su propuesta a los países latinoamericanos y caribeños de relaciones de real cooperación.

Ambiciones intactas

En ese contexto se ubica más recientemente la denominada Alianza para la Prosperidad Económica de las Américas, presentada en otra Cumbre de las Américas, la de 2022, por el presidente Joe Biden. En el nuevo ofrecimiento estadounidense de potenciar la inversión en la región bajo el declarado propósito de detener el flujo de migrantes irregulares hacia el Norte, analistas hicieron notar la subyacente ojeriza hacia China y lo que muchos han identificado como guerra comercial de Washington contra ese país.

Aunque al concluir su primera cumbre, hace un mes, se identificó el desarrollo de una agenda económica como uno de los principales propósitos, sería ingenuo desconocer el término de «buena gobernanza» entre los objetivos estampados en su texto final, y el interés no declarado de Washington de frenar una auténtica integración regional mediante iniciativas como esta, donde su poder sea el centro, al mejor estilo panamericanista, y bajo la inspiración de la Doctrina Monroe.

Sin embargo, las pretensiones no dichas no son las únicas que alertan sobre su vigencia. 

Después de la sincera confesión de Trump ante la Asamblea General de la ONU en 2018, otras declaraciones oficiales han encendido las alarmas, como la «admiración» por las riquezas naturales de la región, reiterada por la jefa del Comando Sur, Laura Richardson, de manera descarnada.

Pero más allá de esos apetitos por lo que es nuestro, el monroísmo se expresa en la equívoca convicción del imperio que la hace sentirse y actuar como dueño.

Las presiones contra Venezuela y Cuba, que incluyen bloqueos e injustas e ilegales medidas punitivas y genocidas, también son parte del empeño por imponernos sus designios, y demuestran que la política exterior de Washington hacia Nuestra América no solo lanza zanahorias.

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