Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

En Cuba, cuatro estaciones en una: la soberanía

La primera misión del presidente electo será restaurar, librito y libreto en mano,el estricto protocolo de funcionamiento imperial

Autor:

Enrique Milanés León

Mientras en Estados Unidos dos figuras dispares de la política parecían enzarzadas en el folclórico juego de la silla —Joe Biden no sentía agarrado del todo su puesto en la Oficina Oval, en tanto Trump bailaba, ladino, pretendiendo que pararan la música electoral justo cuando él pudiera echarle mano a la butaca—, un alud de adivinos y cartománticos disfrazados de analistas comenzó a anunciar, a menudo lejos de Washington y de La Habana, lo que va a pasar con Cuba y, sobre todo, lo que Cuba tiene que hacer.

No he visto alguna receta de qué debe hacer en adelante la Casa Blanca para la buena convivencia con el pequeño vecino del piso de abajo, pero sí bastante, en esa prensa manca que teclea solo a la derecha, en el sentido de que «La Habana debe mover ficha», como si algún terrícola ignorara quién trancó, con doble nueve, el estrecho de La Florida.

El hecho cierto de que después de alguna «calma», con Barack Obama, llegara la tormenta del agente naranja, ha hecho que en este período de muda de piel presidencial del majá imperialista más de un observador parcial critique en reversa la postura cubana en el efímero «deshielo». No supimos, dicen, aprovechar el momento.

Desde 1868, Cuba siempre aprovecha sus momentos, lo que pasa es que el reloj de los pueblos no suele sincronizarse con los tiempos voraces de poderes extranjeros. Cuba pretende acercamiento… con la distancia que marca su camino nacional.

De modo que sí, desde la almena de los sitiados, observamos con interés el inefable proceso electoral estadounidense, pero no hubo en ello el pánico referido por disímiles medios de prensa. La histeria real quedó en cierto sector cubano de Miami que optó por relegir al verdugo de sus hermanos y que  ahora debe cargar, junto a la mancha eterna de odiar a su tierra de origen, con el fardo de ver perder a su gallo «buche y pluma na’má».

Cosas veredes, que non crederes: la misma franja del exilio cubano que castigó a Biden, en las urnas, exige ahora que Biden castigue, en su nombre, a Cuba.

El «dictamen» frente al nuevo panorama es que Cuba no ha hecho concesiones para merecer mejores relaciones bilaterales; que Biden, por tanto, debe exigirlas y que los nueve cubanoamericanos en el Congreso estadounidense cerrarían cualquier camino parecido al tomado por Obama. Resumiendo estas ideas —que no representan pronunciamiento oficial de ninguna de las partes—, nos tocaría el diálogo contra las cuerdas.

Activísima en este campo, la más reaccionaria prensa española —que lleva en los genes el viejo entreguismo, al imperio mayor, de las antiguas colonias que no puede dominar— se abstrae de los graves problemas que tiene delante para recomendar a los cubanos cómo convertirse en un buen plato de pueblo estafado.

Entre concesiones, sumisión y otras gallinas negras, un agorero de El País llega a decirnos que es la hora de «erradicar la utopía marxista y el colectivismo» y pone, como ejemplo de éxito, lo que hizo al respecto en 1991 Mijaíl Gorbachov. El mismo autor urge a una conciliación exprés que deje a un lado «la épica antimperialista» —¿qué sabrá de ella quien corea a la lírica del poder?—, so pena de que Trump regrese en 2024 a «completar la demolición».

Políticos de ultraderecha, exiliados adictos a las sanciones a la tierra de sus padres y abuelos, y periodistas reaccionarios que sirven a unos y otros mantienen la cantinela de que Obama dio demasiado y no exigió a los cubanos el peaje político que han de pagar por vivir a 90 millas del vecino poderoso, pero lo cierto es que, más allá de alguna distensión bien calculada, el expresidente no concedió nada.

Figura más alta, junto a Raúl, de un diálogo que interesa sobre todo a los dos pueblos involucrados, Barack Obama recuperó con su gesto, inédito para la práctica de la Casa Blanca, algo del pundonor frente al rival ausente en sus predecesores. Amortiguó el azote para alcanzar, por otras sendas, el mismo fin, pero no hizo regalos nobles.

Los 22 acuerdos alcanzados bajo su firma —vigentes, aunque en el congelador del Departamento de Estado— beneficiaron por igual, o pueden hacerlo, a cubanos y a estadounidenses. No hay, entonces, favores que glorificar.

Ciertamente, la normalización de los vínculos con Estados Unidos es una alta prioridad para los cubanos, pero no puede ignorarse que a la hora de usar el cincel para quebrar ese iceberg nacido y criado en Washington, Obama hincó en puntos —sectores— muy bien escogidos: mucho campo privado, de impactos más individuales, y áreas económicas más propicias para «fisgoneos» externos, como las telecomunicaciones. La gran empresa estatal, que asegura en Cuba las respuestas a las mayorías, fue la gran eludida.  

Con todo y la histórica abstención de Estados Unidos en la votación en la ONU contra el bloqueo, en 2016, el cerco siguió vivo y lastimando y hoy desata agobios capitales.

Casi al cierre de su graduación presidencial en dos capítulos, lo que hizo Barack Obama en torno a Cuba fue algo así como su doctorado en soft power. Mezclando la justa  expectativa popular, el sentido común, la búsqueda de otra vía de entrada al archipiélago insumiso y el deseo de espantar de sus cielos a otras potencias en vuelo, el sonriente mandatario dejó en casa el garrote y llegó a La Habana —«¡Cuba, que volá!» y todo— con hermosa zanahoria.

La primera misión del presidente electo será restaurar, librito y libreto en mano, el estricto protocolo de funcionamiento imperial, estrujado no solo por la insolencia intempestiva del que se va, sino por la lógica fractura social que la tiranía del capital y el fomento del odio han causado en la sociedad estadounidense.

Las celestinas del entreguismo apuntan a que, dadas las dinámicas de los procesos políticos norteamericanos, las muy cerradas mayorías en el Senado y la Cámara de Representantes que trabarían cualquier iniciativa «audaz», y el hecho de que Cuba no es prioridad para el Gobierno yanqui, los cubanos tendríamos que aprovechar —¡ahora sí!— muy rápidamente la más mínima apertura, pagando el precio que pidan. Cierta vecina diría: «¡No me parece…!».

Vivir sin bloqueo tiene aquí una relevancia enorme, solo superada por un ansia mayor: la de mantener intacta la soberanía, lo que pasa por consolidar, con derecho a la plena colaboración internacional, un proyecto autóctono y autónomo.

Entonces, lo que cabe esperar son nuevas sesiones de espada y florete entre los dos sistemas, con reglas de caballeros, pero su imperio no va a ceder ni Cuba se rendirá. Mejor que la guerra a porrazos que anticipaba a la larga el método Trump, ahora vamos a pelear y a ganar… a pensamiento.

Celosa de su independencia, la prioridad de Cuba con respecto a Estados Unidos será la de siempre: tejer relaciones desde abajo, quitar el lodo arrojado por Trump y cuidar los brotes, aún verdes, de la semilla amiga plantada por Lucius Walker. Cuando el bloqueo no nos deje hacer puentes, haremos pedraplenes, pero la mano seguirá tendida.

Que vengan, sí, nuevos acuerdos y diálogos con sesiones, pero concesiones son otra cosa. Cuba no tiene que entregar nada porque nada ha quitado a Estados Unidos. A los que en el nuevo contexto no nos piden sentarnos a la mesa sino que nos exigen poner rodilla al suelo frente al vecino «dadivoso», habría que responderles con ideas de Fidel:  «no necesitamos que el imperio nos regale nada».

Esa prensa anexionista que primero que todo se anexionó a sí misma sostiene que Barack Obama inició la «primavera política» en Cuba. ¡Señores… salgan a la calle, miren al cielo y abran los brazos! ¡Aquí no cae ni una gota!

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