Defender los festejos populares supone una valiosa contribución al propósito de vencer la batalla contra la colonización cultural. Autor: Adán Iglesias Publicado: 01/07/2025 | 07:12 am
CAMAGÜEY.— Abro mi WhatsApp y veo un mensaje que arde: desde una postura casi de rebeldía, con verbos punzantes e inconformes, una amiga afirma que «no es momento para fiestas, y menos populares», refiriéndose al desarrollo austero del San Juan camagüeyano, celebración anual con más de dos siglos de vida que tiene lugar en esta ciudad, esta vez entre el 23 y el 29 de junio.
Puedo entender el origen de su inconformidad a partir de la compleja situación económica y financiera que experimenta la nación, de la cual no escapa la extensa llanura en que habito. Me tomo un tiempito para reflexionar con la remitente del mensaje, quien no es la única en rechazar la añeja propuesta cultural, pues no ven cómo el solo hecho de defender su realización merece respeto.
«Muchos agramontinos esperan con ansias sus congas, comparsas, carrozas y muñecones para derrochar alegría y hacer una salidita, a pesar de este difícil escenario», le compartí mi opinión; pero su horizonte para la polémica se reduce a un «todo el mundo piensa así», aun cuando miles de camagüeyanos festejaban su San Juan.
Con los pies en la tierra
Esta no es una controversia aislada. En esta legendaria comarca de pastores y sombreros —como nombró a su ciudad natal Nicolás Guillén—, los debates trascienden a escenarios públicos y redes sociales. Otra vecina les cayó atrás a las congas con sus hijos en los días de ensayos y, sin embargo, se opuso a la festividad en sí, esa que prende fuego a las piernas y cinturas de las multitudes e inyecta un alegrón en el alma, sobre todo de los más pequeños, quienes esperan a los «monos viejos» (uno de los principales disfraces) y otros atractivos que relucen en las comitivas de bailadores.
Este San Juan tuvo un enfoque moderado desde la Lectura del Bando, pero constituye un acto de resistencia cultural ante adversidades y carencias, y una defensa de costumbres muy lugareñas, como el ajiaco camagüeyano, ni tan masivo ni tan diverso como antes, aunque con buena sinergia entre quienes no renuncian a su olla y al olor a vianda cocinada entre vecinos.
También se mantuvieron los paseos, incluso multiplicados en otros barrios, pero menos masivos y coloridos, y el retoque de tambor y sandunga en las carrozas, que retumban en las casas de la Avenida de la Libertad (La Caridad) y mucho más, así como el muy deseado e inspirador carnaval infantil, el estremecedor y multitudinario entierro de San Pedro y el multifacético Teatro del Pueblo, en la céntrica Plaza del Gallo, entre otras propuestas a las que se suman numerosos artistas, a pesar de este contexto de carencias.
Ingenio insular contra censura colonial
¿Qué dirían nuestros antepasados si dejáramos morir una celebración que es puro testimonio histórico del esplendor de la cultura y las costumbres principeñas? Por dos siglos, comerciantes, ganaderos y trabajadores, negros y blancos, las familias todas y hasta el más humilde poblador disfrutaron la guasa sanjuanera, que sirve para oxigenar el comercio, alegrar el alma y celebrar victorias.
Uno de esos logros fue precisamente tener un San Juan camagüeyano. Para que trascendiera como genuina expresión cultural desde su génesis, hace 208 años, los lugareños encararon varios planes de machetes y buenas dosis de palazos. Incluso, protagonizaron querellas muy astutas para evitar que las autoridades de la metrópoli lo eliminaran.
Este acontecimiento estival le plantó cara al ejército español en 1817, cuando sanjuaneros y distinguidos exponentes de la clase dominante iniciaron una reyerta que duró cerca de 20 años. La disputa se originó porque en la desenfrenada y casi surrealista jarana festiva, uno de los criollos e ingeniosos mamarrachos, un «tizna’o envuelto en yagua», le gritó a voz en cuello a doña Josefa Jáuregui —esposa del intendente de Ejército y Hacienda, don José de Vildósola y Gardoqui— una injuria que no fue perdonada.
Como no había a quién culpar porque muchos en el pueblo andaban bajo el esperpéntico disfraz, el mismísimo capitán general de la Isla, don Juan Ruiz de Apodaca, decidió suspender el festín, prohibición que un sucesor suyo, Miguel Tacón, apoyó 17 años después. Sin embargo, en todos esos años, nada ni nadie pudo con el deseo colectivo de fiestar, de raíces profundas y fuertes, y los agasajos populares no pudieron ser reprimidos del todo.
En defensa de sus derechos y tradiciones, los camagüeyanos no solo se mofaron de la terquedad de las autoridades y su abominable disposición, sino que burlaron reiteradamente la censura. Gracias al ingenio lugareño y el siempre creativo ADN cubano, echaron mano a sábanas, manteles, cortinas, lienzos y cuanto trapo fuera fácil de ser quitado del cuerpo y ocultado a la velocidad de un rayo ante los oficiales españoles, quienes trataron de implantar el pánico en cada junio.
Así nació un nuevo disfraz: los Ensabanados del San Juan, personajes burlescos que irremediablemente permanecieron en la otrora villa por más de cien años. Incluso hoy, de vez en vez, se les ve desfilar durante los carnavales, ocultos bajo una sábana teñida de negro, como el mamarracho gritón.
El San Juan camagüeyano volvió con bríos a la legalidad gracias a la rebeldía y optimismo de nuestros antepasados, mediante una petición formal a la reina María Cristina, quien puso fin a las prohibiciones en septiembre de 1835.
No tirar el machete
Si de complejas situaciones económicas se trata, recordemos la pujanza y alegría de los mambises de Najasa, y de muchas otras localidades cubanas, quienes no dejaron de bailar y celebrar ni bajo fuego enemigo ni con tres varas de hambre.
El baile tradicional cubano llenó de optimismo y levantó el ánimo de los libertadores, «quienes lo mismo pelean con fiereza que caen rendidos ante el hechizo de los sones, guarachas e inigualables boleros. Un viejo patriarca de la historia comenta hace años que los mambises, a ratos, danzan debajo de las palmas y después devoran su palmiche», como lo describió el periodista y escritor Orlando Jesús Carrió Pérez, en su investigación Estampas de Cuba.
Salvando las diferencias con aquellas etapas de lucha, tan gloriosas en cuanto a resistencia como las actuales, tenemos muchas razones para festejar, y nada es comparable a la sonrisa de un niño cuando sabe que sí habrá carnavales, paseos, carrozas y monos viejos para hacerlo disfrutar.
Si nuestras genuinas expresiones socioartísticas no son la salvaguarda del presente y del destino de esta nación, en resistencia permanente contra un tsunami seudocultural virtual, físico y sin fronteras, ¿qué lo será entonces?
Si el Estado no defiende y lidera las celebraciones de nuestro San Juan y fiestas similares a lo largo y ancho del verde caimán, contra todo pronóstico y contra el pesimismo de quienes pretenden quitarnos hasta las raíces para hacernos sentir que dejamos de existir como nación, estaría contribuyendo a ese plan para marchitarnos, derrumbarnos ideológica y sicológicamente y llevarnos a tirar el machete antes de comenzar la pelea.
Si nuestros decisores dejaran de defender el entramado cultural que nos hace únicos ante el mundo y asumieran una postura conformista ante barreras colosales que suelen multiplicarse como el marabú (no solo por los altibajos de nuestras finanzas, sino por su incorrecto manejo) y la desidia nos vence, entonces habremos perdido en una guerra tan colonial como aquella de hace más de dos siglos.
Pero al contrario de entonces, la pelea hoy se enmascara tras colores comunicacionales y símbolos creados para carcomer a los pueblos y hacerlos analfabetos políticos mediante la sustracción de su cultura genuina.
Eso sí, una lección de vida queda como puente para entender que en ese complejo camino de la preservación del legado patrimonial y cultural, el mayor desafío no está en persistir por esta o aquella razón, sino que esas acciones demandan pasión, tiempo y recursos —aunque estos últimos no sean los esperados—, y todo eso debe revertirse en más conocimiento sobre nuestra savia identitaria, más sentido de cubanía y amor por esa camagüeyanidad que nos singulariza y por la patria como trinchera, sentimiento anclado en el alma más allá de fronteras resbaladizas.