Represión en Chile. Autor: Víctor Ruiz Caballero/Ruta 35 Publicado: 10/09/2020 | 09:36 pm
Un aire frío cortaba las ganas de salir a la calle en Nueva York en diciembre de 1972, pero la profesión, y una profunda convicción revolucionaria, obligó a dos periodistas cubanos a llegar hasta el hotel Waldorf Astoria para tratar de lograr una entrevista o al menos alguna declaración del presidente de Chile, Salvador Allende, llegado a la ciudad para exponer y denunciar ante la Asamblea General de la ONU las peligrosas acechanzas y agresiones a que era sometido su país por parte de poderosas transnacionales estadounidenses y por un bloqueo solapado por parte de la nación imperial.
Logramos llegar hasta la habitación presidencial, donde el entonces embajador chileno en EE. UU., Orlando Letelier, amable y brevemente, nos explicó las razones obvias por las cuales era imposible en ese momento el encuentro, a pocas horas de que Allende pronunciara su trascendental alegato, que también lo era de los pueblos del Tercer Mundo. Sin embargo, en total confianza con la prensa cubana que representábamos y la seguridad de que no saldría a la luz, nos entregó una copia del discurso.
«Hoy vengo aquí porque mi país está enfrentado a problemas que en su trascendencia universal son objeto de la permanente atención de esta Asamblea de las Naciones Unidas: la lucha por la liberación social, el esfuerzo por el bienestar y el progreso intelectual, la defensa de la personalidad y dignidad nacionales», casi iniciaba el texto que en nombre del pueblo de Chile, que había conquistado el Gobierno e iniciaba transformaciones esenciales —como la nacionalización de sus riquezas cupríferas—, para garantizar soberanía e independencia.
Nueve meses después, la política de terrorismo de Estado ejercida por la CIA estadounidense, en contubernio con militares fascistas y una oligarquía de igual signo ideológico, cercenaba la pacífica y democrática revolución en el país andino, y encarcelaba, torturaba, asesinaba a miles de sus hijos, instaurando una dictadura, cuyos tentáculos «constitucionales» y represivos llegan hasta nuestros días.
No podíamos imaginarnos aquel diciembre de 1972 que el 21 de septiembre de 1976, el automóvil en el que viajaba Orlando Letelier, junto a su asistente Ronnie Moffitt, estallaba en una tranquila calle de Washington D.C. a causa de una bomba activada mediante control remoto. Un asesinato planificado y organizado por la Dirección de Inteligencia Nacional de Chile (la nefasta DINA) y ejecutado por un grupo terrorista anticubano, cuyos miembros habían sido entrenados y organizados por la CIA, y que operaban con total impunidad e inmunidad en Estados Unidos (1).
Del Plan Cóndor a «revoluciones» de colores
Larga y necesaria introducción porque el caso chileno fue un eslabón fundamental en la política de terrorismo de Estado implantado por el poder imperial de Washington para asegurar su patio trasero —económica y políticamente. Un accionar que tiene similares métodos ilegítimos, operaciones sucias para producir miedo o terror en la población civil, y objetivos deshonestos en los cuatro puntos cardinales del planeta.
El terror se extendió por nuestro continente bajo el nombre clave de Plan Cóndor, el auspicio del secretario de Estado Henry Kissinger —sarcásticamente Premio Nobel de la Paz de 1973—, y la estrecha asistencia de la Agencia Central de Inteligencia.
Las dictaduras latinoamericanas entronizadas en esa década de los 70 persiguieron y reprimieron a las izquierdas y a cualquier resistencia, sin importar partido o ideología. Fue un sistema conjunto de asistencia entre el imperio y los criminales usurpadores de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia, quienes violaron durante años todos los derechos de los ciudadanos de sus países.
Paralelamente, las organizaciones terroristas anticubanas intensificaron las acciones y atentados contra Cuba, y aunque no la única, su bestialidad se ejemplifica con la explosión en pleno vuelo de la nave de Cubana de Aviación sobre cielo de Barbados. Criminal e infructuosa actuación para intentar doblegar al pueblo cubano y su Revolución.
De igual manera entraron en el Medio Oriente para garantizar, fundamentalmente, el petróleo de la región. Otros pelearon sus guerras, y en otro 11 de septiembre, en 2001, una fatídica acción terrorista que tiene abiertas todavía todas las interrogantes, derribó las Torres Gemelas de Nueva York.
Los ejecutores eran sauditas, como Osama Bin Laden, el jefe y fundador de Al Qaeda, organizada y entrenada por la CIA, y miembro de una familia de estrechos vínculos económicos con el clan Bush, pero los blancos escogidos para invadir y ocupar fue el Irak de otro Gobierno levantisco encabezado por el demonizado Saddam Hussein, y el sufrido Afganistán.
Aquello sigue oliendo a petróleo y materiales raros, y se sustentó sobre masacres y torturas.
Estados Unidos, al ejecutar su Doctrina de Seguridad Nacional, que socios, cómplices y mercenarios terroristas hicieron suya, entró en la era de las guerras inacabables —y no declaradas ni legitimadas—, que le han permitido asentarse militarmente y hacerse de los mayores botines de su extensa historia bélica.
Le llamaron la «guerra contra el terrorismo» y se dieron la prerrogativa de poder intervenir en cualquier «oscuro rincón del mundo», los que «iluminaron» con sublevaciones de colores que fueron despejándole el camino conquistador, una campaña apoyada por miembros de la OTAN y otros aliados, que abarca el Cercano Oriente, donde aquellos que no se han plegado a Washington y su principal socio, Israel, sufren las consecuencias de las guerras, las sanciones y los bloqueos infinitos, como son los casos de Siria e Irán.
Ahora en América Latina y el Caribe
Un siglo XXI que traía en América Latina y el Caribe aires nuevos, renovadores, progresistas y revolucionarios para llevar soberanía e independencia con Gobiernos que enterraron la Alianza que pretendía maniatar al subcontinente y sus Estados isleños, es de nuevo blanco de la furia washingtoniana.
Los golpes militares, instrumentos del terrorismo de Estado, han tomado formas más sutiles, pero igual de efectivas para el imperio. Nos enfrentamos a los golpes parlamentarios y judiciales, al lawfare. Muchos analistas lo califican de Plan Cóndor de nuevo tipo. Bajo sus designios llegamos a este 11 de septiembre de 2020, y en medio de una pandemia que ha desmoronado la salud y las economías de la región, y del mundo. Son muchas las incertidumbres.
Los «enemigos» se desacreditan mediante las nuevas armas de las redes sociales que responden a los grandes capitales y también están entre los que reciben ganancias fabulosas en medio de esta crisis mundial. En el caso de nuestra América, Venezuela, Cuba y Nicaragua como blancos predilectos, y las condenas a Lula, Correa y Evo. En Argentina parece que intentan igual procedimiento que en Bolivia, un descontento salarial de una policía que —sépanlo bien, no son trabajadores, son el brazo represor del capital.
Aprietan las clavijas en un intento de cerrar herméticamente el cepo. Pero una ola de manifestaciones recorre las Américas, incluidas las calles de Estados Unidos y les «obliga» a poner en marcha la maquinaria de la más infame y brutal represión a los pueblos, un forcejeo que también —en las actuales circunstancias— abre interrogantes.
Creo firmemente que los pueblos podemos ir por más, por lo que es nuestro.
Nota:
- Los hermanos Guillermo e Ignacio Novo, José Dionisio Suárez Esquivel, Virgilio Paz Romero y Alvin Ross Díaz fueron los cubanos ejecutores. Miembros del grupo terrorista CORU —creado y dirigido por el asesino Orlando Bosch contra la Revolución Cubana— trabajaban para la DINA y los contrató el agente CIA que actuaba al servicio de la DINA, Michael Vernon Townley.