En la práctica, el voto de los ciudadanos negros no deja de ser todavía una batalla candente Autor: kolumnmagazine.com Publicado: 29/08/2020 | 06:13 pm
En sus días, el tatarabuelo de Jarvious Cotton no pudo votar, por ser un esclavo. Después, su bisabuelo pagó con la vida, a manos del Ku Klux Klan, el intento de llegar a las urnas. Su padre tampoco alcanzó la boleta, impotente ante el impuesto al sufragio y la prueba de alfabetización. Años más tarde, cuando creyó que, por fin, su apellido rompería semejante maldición, Jarvious se quedó en el sueño cuando una cruz tan caliente como la del Klan —la del estigma— lo apartó del registro electoral por estar, como tantos negros en el «país de las oportunidades», en libertad bajo palabra.
Esa historia puede ser el mejor resumen del libro El nuevo Jim Crow: Encarcelamiento masivo en la era del daltonismo, con el cual la profesora de Derecho Michelle Alexander abrió hace unos años una ventana «indiscreta» que denuncia una de las más grandes mentiras del sistema electoral estadounidense: la no discriminación de cara al voto.
No hay que perderse en el corte perfecto de los trajes que los candidatos estrenan en cada comparecencia, en el ingenio de los modeladores —sí, escribí modeladores y no moderadores—, en los gestos de conmoción que carísimos asesores les enseñan con tiempo de sobra, en la agudeza de discursos prefabricados ni en los deslumbrantes shows que apuntan más a sacudir los números de la televisión que a mejorar los índices del país. No… cuando va a votar, Estados Unidos es un gran San Nicolás del Peladero donde demócratas y republicanos, «machos alfas» en un ecosistema político de aparente pluralidad, remedan las pandillas de los imaginarios Plutarco Tuero y Panchón Majagua que en nuestros años neocoloniales —bajo bota yanqui precisamente— tenían en Doña Trampa a su mejor electora.
Allá, como entonces aquí —que lo habíamos «copiado» de ellos—, desaparecen votantes y aparecen votos, compran e intimidan, mienten al público en nombre del sistema y escamotean el derecho a millones de votantes que, dada su desventaja socioeconómica, bien pudieran concentrar una real voluntad de cambio de liderazgo. Los presos, por ejemplo.
Resulta que la enmienda 14 de la Constitución estadounidense confiere a los estados la autoridad de denegar el derecho al voto a cualquiera que tenga una condena criminal y les da la capacidad de establecer, solo si así lo deciden, el proceso para restaurarles, a esas personas, tal ejercicio.
Al cabo —mientras solo Maine y Vermont preservan tal derecho, incluso a quienes están en la cárcel—, más de seis millones de ciudadanos no pueden votar en todo el país por haber cometido algún delito o por no disponer del dinero para pagar multas y liquidar otros adeudos financieros.
Amy Goodman y Denis Moynihan han explicado en el programa Democracy Now! que esa es otra forma de impedir a gran escala la participación de votantes, y han revelado un detalle abrumador: si bien Estados Unidos cuenta con solo el cinco por ciento de la población mundial, tiene tras las rejas el 25 por ciento de los prisioneros del planeta. No hay que cumplir tres deseos desde una vieja lámpara del Oriente para percatarse de que truncar ese sufragio impacta no solo en el derecho de un hombre sino en la libertad de un país.
Lo cierto es que —hecha ya la salvedad de Maine y Vermont— la organización The Sentencing Project denunció que el resto de los estados y el Distrito de Columbia tienen alguna manera de privar el derecho al voto en respuesta a la comisión de delitos, y que en 12 de ellos la revocación es definitiva.
En 35 estados se prohíbe votar a personas que salen en libertad anticipada y/o condicional. Iowa, Kentucky y Virginia niegan el derecho al voto a todos los convictos, aunque hayan completado sus sentencias. Con tales tajazos al padrón electoral, quién puede asegurar que la lista de presidentes conocida sería la misma si esos millones de excluidos se hubieran pronunciado.
Todavía comentada la manera en que Donald Trump derribó a Hillary Clinton en 2016, teniendo incluso menos votos populares que ella, tampoco se olvidan otros precedentes. Al Gore, por ejemplo. En 2002, un análisis de los sociólogos Christopher Uggen y Jeff Manza estableció que, si en el año 2000 «se hubiera permitido votar a los convictos a quienes se revocó el derecho al voto en Florida, el candidato presidencial demócrata Al Gore habría sin duda ganado en ese Estado y, por lo tanto, en las elecciones nacionales». Nada, que, a veces, un imperio puede estar más preso que sus reos.
Hace cinco años, el periódico El País lo refería con otras precisiones: aquella presidencia de George W. Bush se decidió por una diferencia de 543 000 votos. El margen entre Bush y Gore en Florida fue de 537 papeletas, pero resulta que entonces 600 000 ciudadanos de ese estado tenían prohibido votar por alguna marca penitenciaria. «Su participación —concluye el diario español— podría haber cambiado el resultado. Florida, clave en cualquier ciclo electoral, priva de votar a 1,6 millones de personas con las leyes de privación de voto más estrictas del país».
Es el sistema. Estados Unidos tiene muchas maneras de marcar, golpear y liquidar a sus George Floyd. En un informe de 2014, The Sentencing Project resumió: «A nivel nacional, uno de cada 13 adultos afroestadounidenses no puede votar a consecuencia de una condena por delito grave y en tres Estados, Florida, Kentucky y Virginia, a más de uno de cada cinco adultos afroestadounidenses se le ha revocado el derecho al voto».
En marzo de ese propio año, la ya citada columista Amy Goodman recogió frases del entonces fiscal general, Eric Holder, en un simposio sobre Derecho, en la Universidad de Georgetown, donde este admitió que, en ese momento, «…en todo el país, alrededor de 5,8 millones de estadounidenses, 5,8 millones de compatriotas, tienen prohibido votar debido a que han cumplido o están cumpliendo una condena».
Las desigualdades raciales del sistema penal —seguía Goodman— niegan el derecho al voto a hombres afroestadounidenses y a los de origen latino en forma desproporcionada con respecto al resto de la población. Ello condujo a Holder, en acto poco común, a reconocer que el alcance de esas políticas no era solo «demasiado grande como para no verlo, sino, además, demasiado injusto como para tolerarlo».
Ya en 2013, en su informe Democracia encarcelada, la coalición de grupos pro derechos civiles The Leadership Conference y organizaciones de derechos humanos habían sostenido que «el índice de privación de derecho al voto en Florida es el más elevado y el más desigual de todo Estados Unidos desde el punto de vista racial». A estas alturas, no asombra a nadie que en un estado que suele erigirse en valla donde pelean a muerte los gallos demócrata y republicano —Trump muestra ahora mucha espuela y muy mal pico— se supriman tantas «alas» en los registros del duelo.
Lo cierto es que, en un vaivén de flexibilización y recrudecimiento de vetos electorales de los gobernadores, sea con la ley o con las normas, allí se sigue pastoreando el voto para llevarlo donde convenga a los chicos (más) malos del gran capital.
A lo ancho del país, The Sentencing Project denuncia que el 7,7 por ciento de los negros no puede votar, en comparación con el 1,81 por ciento del resto de población impedida de hacerlo. La explicación conduce, de nuevo, a la cárcel: los afroamericanos representan el 34 por ciento de todos los prisioneros de esos estados mal unidos, a pesar de significar solamente —según la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU)— el 12,7 por ciento de la población.
Visto el panorama, no asombra mucho que en 2018 el expresidente Barack Obama respondiera en una entrevista, citada después por The Guardian en español, aquello de «somos la única democracia avanzada que desincentiva el ejercicio del derecho al voto de manera activa».
Hace casi un año, el periódico británico reseñó el texto Voting while black —Votar siendo negro— en el que su autora, la historiadora Carol Anderson, recordaba que en 2016 «debido al impacto de los límites impuestos sobre los votantes en más de 30 estados, el voto negro cayó en más de siete puntos. Lo que para el Partido Republicano supuso una ventaja crucial fue, en realidad, un ataque letal a la democracia estadounidense».
Semejante paisaje llevó a Sean Young, director en Georgia de la ACLU, a declarar al periódico Atlanta Journal Constitution: «Se supone que nuestras autoridades electorales deben defender y proteger nuestra democracia. En su lugar, muchos se han dedicado a cerrar colegios electorales en comunidades de mayoría afroamericana de manera agresiva, y lo han hecho con excusas falsas».
¿Solo cierran colegios? No, también bloquean derechos. Aun cuando los demócratas se hayan decantado por una fórmula «mestiza» donde, por supuesto, sigue al mando un blanco, todavía organizaciones como Black Votes Matter —Los Votos Negros Importan— tendrán mucho que hacer para que un día el hijo, o el tataranieto, de Jarvious Cotton cure, en las urnas, los genes enfermos del viejo poder que hace tiempo mató a infinidad de esclavos, pero que todavía no ha matado del todo la esclavitud.