Ilustración tomada de Celarg Autor: nuestropartidoescolombia.info Publicado: 28/07/2018 | 08:18 pm
Aunque entonces pocos lo identificaron así, puede considerarse que el primer hecho consumado fue el llamado «golpe express» que en menos de 48 horas sacó del poder al excura Fernando Lugo, en junio del año 2012: al entonces Jefe de Estado de Paraguay se le acusó en el Congreso de ser responsable de un enfrentamiento entre policías y campesinos en Curuguaty que dejó 17 muertos y, también sin tiempo a ejercer siquiera su defensa, un vertiginoso proceso de impeachment (juicio político) determinó su salida del Gobierno.
Hoy también son pocos quienes dudan de que Lugo fue una temprana víctima de la judicialización de la política, como se ha dado en llamar a este nuevo modo de guerra no convencional que, sin usar armas y mucho menos intervenciones foráneas, tiene un alcance que sobrepasa la mera deposición de un incómodo Gobierno.
En todo caso, la inclinación de Lugo por los pobres y contra el estatus quo, la raíz eminentemente popular de la alianza que lo sacó del púlpito para que se postulara a la presidencia y lo respaldó, así como su cercanía a los cambios más radicales que tenían lugar en la región desde la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999, mostraron enseguida que aquel no era un proceso judicial objetivo ni claro, ni honesto, sino un golpe de Estado disfrazado de juicio en el Parlamento. Al mandatario se le achacó algo tan difícil de asir como «responsabilidad política» en los sucesos de Curuguaty.
Golpe de Estado en Honduras.
Un referente aún menos tomado en cuenta por quienes han sistematizado desde la teoría este relativamente nuevo y artero accionar fue la «segunda parte» de la asonada militar que derrocó al liberal Manuel Zelaya de la presidencia de Honduras, en 2009.
Luego de ser virtualmente secuestrado de su casa mientras dormía y sacado en pijama del país, y a la par de la brutal represión de los uniformados contra el pueblo —tan clásica de los viejos golpes de Estado militares y gorilas—, el Congreso, dominado por los rancios poderes políticos que ostentan también el poder económico en Honduras, quiso disfrazar las acciones y, reunido en pleno, criticó el presunto incumplimiento de las leyes por parte de Zelaya —que a esas horas ya había sido llevado por la fuerza a Costa Rica—, presentaba una falsa carta de renuncia y votaba a mano alzada, sin más ni más, para que fuera el presidente del legislativo, el usurpador Roberto Micheletti, quien ocupara el cargo ejecutivo.
Fueron los inicios de la aplicación de un modelo de golpe de Estado mucho más refinado que los habitualmente vistos durante toda la historia de Latinoamérica, y en los que la ley se manipula y se tuerce para condenar a un político que, «casualmente», siempre es de izquierda, o simpatiza, o se acerca a ella.
Menos expedito, pero igualmente mentiroso, y tal vez uno de los más escandalosos fue el largo proceso de democión de Dilma Rousseff en Brasil, que terminó de consumarse en agosto de 2016, ocho meses después de la suspensión en sus funciones para dar inicio al proceso, el cual «empata» ahora con la satanización, la prisión, y la aún pretendida imposibilidad de que Lula aspire a la presidencia en octubre. Su ausencia de las papeletas sería, por eso, una continuación del golpe.
Aunque Dilma fue demovida por presunto mal manejo de las cuentas públicas, la suerte de ambos corre a cuenta de la campaña montada contra el Partido de los Trabajadores a partir del proceso de Lava Jato, que se instauró en 2009 e investiga lo acontecido en torno a los negocios sucios en el gigante petrolero Petrobras: una causa usada como caballo de batalla por el fiscal que la comanda, Sergio Moro, para criminalizar a la izquierda política y los movimientos sociales brasileños.
Ahora la farsa se ceba en Lula y tiene su exponente más alto en el modo injusto en que un ciudadano —fuera quien fuera— es mantenido preso por una causa que no ha concluido, pues no se examinaron los alegatos de la defensa.
Quizá lo más notorio haya sido la descarada manera en que Moro, estando de vacaciones en Portugal hace tres semanas, indicó a dos jueces emitir, de urgencia, dictámenes que contradijeron y desconocieron el que fuera dictado por el magistrado Rogério Favreto, del Tribunal Regional Federal de la 4ta. Región (TRF-4), quien había ordenado la liberación de Lula. Las instancias judiciales superiores no dijeron una palabra.
José Eduardo Cardozo, defensa de Dilma Rousseff denuncia golpe de Estado en Brasil.
No hay que estar en el poder, sin embargo, para resultar víctima de una justicia politizada. También la exjefa del Gobierno de Argentina, Cristina Fernández —una de las primeras figuras públicas en denunciar esta nueva forma de agresión—, está en sus garras.
La primera de las causas en su contra se inició antes de la campaña con vista a las presidenciales de octubre-diciembre de 2015, que dieron el triunfo al derechista Mauricio Macri frente al candidato del Frente para la Victoria, Daniel Scioli: un resultado en el que pesó la campaña que tildó al kirchnerismo de una ejecutoria corrupta.
Se empezó por señalar a Cristina por la muerte del juez Alberto Nisman y luego se le acusó de «traición a la patria» por una alegada y no demostrada alianza con Irán para, dijeron, dejar sin castigo a los también supuestos autores del atentado contra la AMIA, en 1994.
Más tarde se sumarían un manojo de acusaciones relacionadas con presuntos hechos corruptos que implicaron, además, a varios de sus exministros y a sus dos hijos. Para diciembre de 2017 estaba sobre el tablero, incluso, la posibilidad de que se le privara de su fuero parlamentario como senadora para dictarle prisión preventiva.
Pero los mismos avatares pueden pesar sobre figuras virtualmente anónimas, como es el caso de la luchadora social argentina Milagro Sala, de la organización Tupac Amaru, ahora en prisión domiciliaria y a quien se le acusa también de corrupción, en un claro intento de desalentar el activismo no solo político, sino también social.
Más recientemente, la circulación por Interpol del nombre del líder de la Revolución Ciudadana de Ecuador, el expresidente Rafael Correa, quien reside actualmente en Bélgica, ha sido denunciada por él y sus seguidores como resultado de otro proceso que responde a una política judicializada, aunque el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, lo niega.
Sin pruebas, como en el caso de la condena a Lula, a Correa se le encarta por su supuesta vinculación con el intento de secuestro en Colombia, en 2012, del exdiputado Fernando Balda, cuyo testimonio es hasta hoy el argumento principal en contra del exmandatario.
Made in…
No se trata de que los sistemas judiciales, de repente, estén más al tanto de presuntos hechos de corrupción; y menos de que sean honestos —ni siquiera de que estén «limpios»— los ejecutivos de derecha que detentan el poder en países latinoamericanos donde, hasta no más ayer, se desarrollaron procesos progresistas.
La judicialización de la política o lawfare, como también se le llama, es parte, precisamente, de los esfuerzos para una marcha atrás que devuelva a la región al quehacer neoliberal de los años de 1980 y 90, como pretenden la derecha oligárquica y empresarial local, y los poderes hegemónicos negados al cambio y al nuevo mundo posible.
Solo hay que constatar las medidas francamente neoliberales aplicadas por los Gobiernos de Michel Temer en Brasil y de Mauricio Macri en Argentina, para corroborar sus propósitos de restauración.
Estudiosos como Camila Vollenweider y Silvina Romano, del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica, consideran que se trata de un método de guerra no convencional en el que «la ley es usada como un medio para conseguir un objetivo militar».
Como su fin es el retorno neoliberal, el lawfare da la dentellada, preferentemente, en los países donde los Estados aplicaron política sociales y recuperaron su rol como entes rectores de la sociedad, en detrimento de la penetración transnacional foránea y del libre quehacer del mercado.
Para asegurar que el fantasma progresista no regrese, no busca solo invalidar y destruir la imagen de un político o líder popular, sino de todo un modelo.
Con ese objetivo se ponen en práctica instrumentos jurídicos manipulados que permitan la percusión política «con todas las de la ley».
Generalmente se trata de acusaciones sin prueba y, como en el caso de Lula, proliferan como sustento las llamadas «delaciones premiadas», obtenidas de reales culpables procesados a cambio de reducción de penas, u otras prebendas.
Pero lo más abyecto es el manejo de las mentes que lleva intrínseco el lawfare, para convencer a las ciudadanías de que las lacras del encartado son ciertas.
Por eso uno de sus principales componentes es la manipulación mediática.
No por gusto se escogió como protagonista al campo judicial: las autoridades de ese poder son las únicas que se nombran, y no se votan por el pueblo. Por demás, su lenguaje técnico puede resultar más aséptico y convincente, ya no que no usa lo político, en tanto se le ha buscado un fin noble para un mal cierto y viejo: presuntamente, se trata de luchar contra la corrupción.
Claro que este modo de hacer no cayó en América Latina en paracaídas. Según las autoras, el lawfare vio la luz pública desde 1999 en el libro sobre estrategia militar Unrestricted Warfare, y dos años después ya salía de los ámbitos castrenses de Estados Unidos.
Nadie duda sobre la manera en que fue introducido en la región, de la que Washington es asesor principal en materia judicial, y promotor de reformas en los sistemas locales aderezadas con cursos de algunos de los cuales Sergio Moro fue discípulo aventajado, según documento filtrado por Wikileaks.
Se dice que Moro fue preparado por el FBI y hasta por la CIA. Si fuera verdad, no resultaría sorpresa. Lo escalofriante sería comprobar que otros han sido entrenados como él.