La matanza de ocho civiles sirios en el más reciente ataque aéreo de Estados Unidos, con proscritas bombas de fósforo sobre zonas residenciales de Raqqa, ejemplifica el errático curso de la guerra contra el terrorismo de Washington y su dudoso respaldo al proceso de paz en la nación árabe.
Las 44 incursiones aéreas sobre barrios residenciales de Raqqa, en la madrugada de este viernes, mostraron el descuido —o el intencional desprecio— de la Coalición Internacional liderada por EE. UU. en el supuesto afán de liquidar al grupo terrorista denominado Estado Islámico.
La propia Coalición admitió este viernes el alto número de bajas ocasionado a la población civil, aunque sus cifras (apenas 624 muertos desde que inició sus operaciones hace más de un año) son mucho menores que las de organismos como el Grupo de Monitoreo Eurowares, que contabiliza 2 358 víctimas, según reportó la agencia SANA.
Los erráticos bombardeos de la aviación norteamericana tienen la apariencia de operaciones de castigo contra la población renuente a abandonar el país, a pesar de la sangrienta guerra impuesta desde el exterior, a partir de 2011, para derrocar al presidente Bashar al-Assad, objetivo que a esta altura ya parece inalcanzable.
Las operaciones bélicas de la Coalición liderada por Washington, por demás consideradas desde el principio ilegales y contrarias al derecho internacional, al no contar con el beneplácito del gobierno legítimo de Damasco, ensombrecen las gestiones diplomáticas para una solución política negociada del conflicto, que impulsan la ONU y naciones como Rusia, Irán y Turquía.
El comportamiento de la Casa Blanca, desde que Donald Trump asumió la presidencia, revela también evidentes diferencias sobre qué hacer en Siria entre el Pentágono, la Agencia Central de Inteligencia, el Departamento de Estado y el propio mandatario.
Bashar al-Assad ha contado con el firme respaldo de su ejército, de Irán y el movimiento libanés Hizbolá, a los que Israel, principal aliado de Washington, ve como una amenaza a su supremacía en la región. Desde el 15 de septiembre de 2016, Damasco cuenta con el decisivo apoyo militar y estratégico de Rusia.
La intervención de la aviación rusa, solicitada por el presidente Assad a su colega Vladimir Putin, resultó decisiva en el giro de la guerra a favor de Damasco, que hoy controla las principales ciudades del país, en particular las norteñas Latakia y Alepo, puertas de acceso a los suministros provenientes del Mediterráneo, así como el corredor que pasa por Palmira —donde también fueron rescatados los pozos petroleros.
Por otro lado, las pláticas para conseguir el cese de hostilidades con los grupos de la oposición armada dispuesta a negociar —de las que se excluyen a los terroristas del Estado Islámico y al Frente Al Nusra— han permitido pacificar y comenzar a facilitar el regreso de los refugiados en varias provincias y zonas fronterizas.
El más reciente acuerdo de alto el fuego se implantó el jueves último en la provincia central siria de Homs, gracias a la mediación rusa y egipcia. Ese fue el tercer acuerdo de este tipo en el último mes.
Desde el 9 de julio entró en vigor el alto al fuego en las provincias sureñas de Al Quneitra, Deraa y Al Sueda, en tanto desde el pasado 22 de julio comenzó otro cese de las hostilidades en la región de Guta Oriental, el principal bastión opositor en las afueras de Damasco.
Un acuerdo anunciado por Putin y Trump, tras su encuentro en Hamburgo a principios de julio, selló de hecho la frontera con Jordania y a su vez Hizbolá anunció esta semana la eliminación de la presencia de terroristas en la frontera siria con el Líbano.
Todos estos pasos, evidentemente, desconciertan a los guerreristas ocultos en el Pentágono o quién sabe qué otra dependencia de Washington, donde la paz parece un mal negocio.