Avance de la OTAN en la región. Autor: Ilustración: Vladimir Fernández Publicado: 21/09/2017 | 05:46 pm
Desde que la Unión Europea (UE) se estremeció con la crisis económica y financiera, muchos de los gobiernos de sus países han debido enfrentar el descontento popular. Incluso en algunos ha habido mayores manifestaciones que las comenzadas en noviembre pasado en Ucrania, y todas han tenido como denominador común las políticas antipopulares de los ejecutivos, y algunas el robo, la corrupción y el saqueo de sus ahorros. En no pocos casos, las fuerzas de seguridad han reprimido. Sin embargo, nadie en Washington ni en Bruselas ha levantado un dedo para acusar a algún mandatario ni se han implicado en la subversión del orden institucional y jurídico vigente.
Pero cuando no estás bajo la égida occidental, Estados Unidos y la UE te pasan factura; bien cara, por cierto, tanto que puedes terminar muerto como el líder libio Muammar al-Gaddafi o enfrentando una guerra no declarada como el presidente sirio Bashar al-Assad. Así, Víktor Yanukóvich ya no manda en Ucrania gracias a un golpe de Estado de la derecha, con componentes facistoides, al que Estados Unidos y Europa le dieron todo el apoyo posible.
La pancarta que levantó la derecha, en la que quedaron envueltos muchos ucranianos que desean un mejor futuro para su país, fue la acusación a Yanukóvich de corrupción y de llevar a la nación a la bancarrota. Sin embargo, lo verdaderamente trascendental no lo dicen la Casa Blanca y sus aliados europeos que atizaron la polarización pro occidental-pro rusa, con raíces históricas: se trata de la búsqueda de una nueva reconfiguración geoestratégica que dé una estocada al corazón de Rusia.
Estados Unidos no saca las mismas cuentas que calculaba el Presidente depuesto. Yanukóvich pensó que la propuesta de asociación a la UE blandida por quienes hicieron más visibles las protestas, sería desastrosa para la economía nacional y el nivel de vida de los ciudadanos, pues tendría que aplicar la misma agenda de shock neoliberal de la Troika que ha desestabilizado a la parte más débil del bloque de los 28. El ex mandatario quiso evitar que su país siguiera los pasos de la incertidumbre de Chipre y Grecia, agobiados por las deudas con altos intereses que tienen que pagar a la banca privada.
En cambio, se presentaba muy favorable la oferta rusa de integrar la Unión Aduanera de la Comunidad Económica Euroasiática que impulsa Moscú en el espacio postsoviético, y que contemplaba además el otorgamiento de sustanciosos créditos en condiciones muy ventajosas que ni siquiera el Viejo Continente podía ofrecer.
Pero Washington solo veía en ello una pérdida geoestratégica: Kiev se alejaba más de la UE para acogerse con mayor fuerza «a la sombra» del paraguas ruso.
Si ello sucedía, Estados Unidos vería cómo se iban al caño, al menos por el momento, todos los esfuerzos invertidos desde 1991 —cuando se desintegró la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)— por sumar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a otro de los Estados de la Europa Oriental y ampliar la telaraña militar que teje para acorralar a Moscú y llevar el bloque atlántico hasta sus fronteras.
Desde 1999, la OTAN incorporó a Polonia, la República Checa y Hungría. En 2004 se extendió a Estonia, Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia (república de la ex Yugoslavia, que nunca integró el Pacto de Varsovia). Cinco años más tarde absorbe a Croacia (también de la ex Yugoslavia) y a Albania.
En ese mapa, Ucrania es una ficha trascendental: tiene el segundo ejército más numeroso de Europa después de Rusia y una extensísima frontera común con ese país. Ello explica el apetito de la OTAN.
Por eso, como mismo han apoyado a grupos islámicos armados y mercenarios para cumplir con su estrategia de «cambio de régimen» en Libia y Siria, Estados Unidos y la UE ofrecen su respaldo al Gobierno de facto en Ucrania, no importa que en ese nuevo poder estén presentes fuerzas ultranacionalistas. Los vínculos con el nazismo nunca han representado un problema para Washington.
Sus objetivos geoestratégicos explican también por qué quien siempre se presenta como defensor de la «democracia» y la «inclusión política» se queda callado ante una administración golpista que no representa a todos los sectores de la sociedad ucraniana y agudiza las históricas diferencias.
Y no solo eso. Estados Unidos también quiere que Rusia bautice la «legitimidad» que le confirió al nuevo mando en Kiev, conminando a Moscú a conversar con esas autoridades autoproclamadas. Pero Moscú está consciente de la trampa: dialogar con los golpistas sería reconocerlos. Ello llevaría necesariamente a tener que aceptar, después, que estos le exijan anular acuerdos como el relativo al arrendamiento de puertos en la República Autónoma de Crimea, donde está acantonada la Flota rusa del Mar Negro.
La península de Crimea ha sido la base naval de esa fuerza marítima desde el siglo XVIII, cuando la emperatriz Catalina la Grande así lo dispuso, después de ganar este territorio al Imperio Otomano.
En febrero de 1954, el primer secretario del Partido Comunista de la URSS, Nikita Krushchov, obedeciendo a una decisión del Soviet Supremo, cedió la estratégica Crimea a Ucrania, entonces una de las repúblicas que conformaron esa unión territorial y económica. Después de la desintegración en 1991, Rusia reclamó la devolución de esa península, a lo que Ucrania se opuso y terminó concediéndole a ese territorio el estatus de República autónoma.
Luego vino el acuerdo de 1997, según el cual Moscú conservaba la base naval Sebastopol y otras 77 instalaciones en Crimea hasta 2017. Ante la inminencia de su caducidad, el presidente Vladimir Putin y Yanukóvich firmaron el 21 de abril de 2010 un acuerdo por el cual la Flota del Mar Negro estaría en Crimea hasta 2042. A cambio, Ucrania recibía una rebaja del 30 por ciento al precio del gas que importaba de su vecino.
Rusia no quiere ni le conviene abandonar sus posiciones en Ucrania, al tiempo que EE.UU. busca desplazarla, y en ese empeño pretende arrastrar a la UE en una guerra económica internacional contra Moscú que puede traerle graves consecuencias a los europeos, por su alto nivel de dependencia energética de esa nación centroasiática en materia de gas, petróleo y carbón, sin olvidar que oleoductos y gasoductos pasan por Ucrania.
Al mismo tiempo, el Pentágono mueve tropas y flotas en el Báltico, Polonia, el Mar Egeo y el Mar Negro.
Pero tanto Washington como sus amigos europeos deben andar con pies de plomo en esta crisis que incendian en Ucrania. Al parecer, como ha sucedido en otras ocasiones, no calcularon en un principio que la torta se les podía virar y terminar con el saldo que precisamente no quieren: el fortalecimiento de Rusia.
Así, la Casa Blanca ya está alarmada ante el anuncio de que la República Autónoma de Crimea realizará un referéndum el próximo día 16, en el que se consultará a los pobladores si desean la unión a Rusia o seguir formando parte de Ucrania. Y ojo: el 60 por ciento de esa ciudadanía es de origen ruso, y el electorado siempre ha votado a favor de una administración en Kiev que no afecte sus lazos históricos con el gran vecino.
No obstante, la crisis ucraniana y la actuación injerencista occidental alarman a Rusia. Y a estas alturas de la vida Estados Unidos debe haber aprendido que no puede evitar que Rusia tenga cierta fortaleza e influencia natural en su patio, que está, a la vez, tan lejano de las fronteras norteamericanas. Por eso sabe que para lograr sus apetencias tiene que minar a la Federación Rusa desde adentro; y lo ha intentado, pero sin éxito.
Un Gobierno pro occidental en Kiev abriría las puertas a la OTAN en las narices de Moscú. Eso representaría una ganancia en el cerco contra Rusia, en cuyo horizonte hay otros dos enclaves: Belarús y Kazajstán, dos naciones fronterizas que forman la Unión Aduanera de la Comunidad Económica Euroasiática impulsada por Moscú.
Pero todo no acaba aquí. Estados Unidos busca extender su hegemonía mundial, y Rusia no es el único peso pesado que ya le hace competencia.
China toma nota de la actuación atlantista en Ucrania, porque Washington no cierra los ojos ante el despegue de Beijing en el siglo XXI y, por tanto, considera al gigante asiático el principal rival en su estrategia global. De ahí que la Casa Blanca se vuelque con particular énfasis a Asia… Para lograr sus objetivos en ese otro extremo del globo terráqueo también podría querer derribar la milenaria Muralla.