Obama habló desde el enclave esclavista de Cape. Foto: Reuters Como quien trata de pagar una deuda con el pasado, Barack Obama, acompañado de su esposa y dos hijas, visitó el Castillo de Cape Coast, una fortaleza ubicada en Ghana a orillas del mar. Lo que antiguamente fuera una mazmorra para esclavos es hoy un monumento que rinde tributo a los millones de africanos que cruzaron el Atlántico como esclavos.
Las corporaciones mediáticas han utilizado estos detalles «emotivos» de la agenda de Obama en Ghana, así como el linaje de la familia presidencial, para hiperbolizar el significado de una visita que dista muy poco del de los periplos que hiciera su antecesor George W. Bush, presentando al presidente estadounidense como un mesías africano.
Obama, que venía de la cumbre del G-8 en Italia y de visitar Moscú, aprovechó la escala africana, el pasado sábado 11 de julio, para una parada que Washington considera importante para su acercamiento al continente. La decisión de que pondría los pies en Ghana, y no en Kenya, causó asombro, e incluso descontento en otros que pensaron que el mandatario norteamericano entraría a ese continente por la tierra de sus antepasados, o por el gigante petrolero nigeriano, o por Sudáfrica.
Pero, la disposición de Obama respondía, según su propio gobierno, al deseo de premiar a ese país africano por su estabilidad política adquirida en los últimos años, gracias a los modelos occidentales sobre «democracia» y «good governance» (buen gobierno).
Washington tampoco se podía quedar atrás. Por África ya habían pasado otros mandatarios como Hu Jintao y Dmitri Medvédev, de China y Rusia respectivamente, dos socios comerciales que muestran a ese continente nuevos horizontes en las relaciones económicas, sin cuestionamientos políticos ni interferencias en los asuntos internos africanos, como acostumbra a hacer Estados Unidos.
Su estancia fugaz en Ghana, al igual que las de Bush y Clinton, responde al mismo interés: mantener la hegemonía en territorio africano, tan rico en recursos naturales, fundamentalmente petróleo y gas, imprescindibles para que el gigante americano siga expandiéndose.
Recientemente, en Ghana hubo un apetitoso descubrimiento de crudo, además de que es uno de los países que entran en la división administrativa del Golfo de Guinea, una amplia zona de la costa sur de África Occidental, que posee grandes reservas petrolíferas aún sin explotar. Allí, desde los años de Bush se realizan acciones militares conjuntas en función de garantizar la seguridad en esa ruta tan importante para el comercio estadounidense.
Al respecto, en su discurso ante el parlamento ghanés, el inquilino de la Casa Blanca defendió la concepción del Comando Militar Estadounidense para África (AFRICOM) y ofreció ayuda técnica y logística para colaborar con el continente en la cruzada antiterrorista.
Pocas buenas nuevas puede tener Estados Unidos para África si Obama comete pifias en su discurso como decir que es «fácil acusar y culpar» del subdesarrollo africano «a otros». Aunque reconoció que «un mapa colonial que no tenía sentido ayudó a fomentar los conflictos, se refirió a la explotación de Occidente con eufemismos como que siempre «se dirigió a África como patrocinador o fuente de recursos, en lugar de socio». Además, libró el pellejo del Primer Mundo de ser «responsable de la destrucción de la economía de Zimbabwe —a la que EE.UU. y sus amigos europeos le impusieron un bloqueo— durante la década pasada, ni de las guerras en que se recluta a niños como combatientes».
Al parecer, el señor Obama no conoce bien el pasado de la tierra de sus ancestros, o lo que es más seguro, la historia de África, que se estudia en las escuelas estadounidenses, es una burda deformación de la realidad de ese continente.
¿Cómo un presidente estadounidense, que presume a los cuatro vientos de ser afrodescendiente, y que pronuncia «emotivas» palabras en una fortaleza usada por los esclavistas para sacar de África a sus pobladores y venderlos como sacos de café, puede minimizar el impacto de la colonización en el subdesarrollo de esa región?
¿Acaso no leyó, que la colonización europea frustró la creación de estados nacionales en África, y que al trazar arbitrariamente las fronteras en función de sus intereses imperialistas, las metrópolis sentaron las bases para los actuales conflictos, en muchos de los cuales se reclutan a los infantes?
¿Tampoco sabe que el tráfico de esclavos estancó las incipientes economías africanas al deprimir extremadamente su crecimiento demográfico y orientarlas a actividades mucho más lucrativas como la exportación de seres humanos cuando las colonias americanas y sus metrópolis crecían sobre la base del intercambio comercial? A África le tocó aportar los recursos humanos que explotaron las riquezas naturales de América en beneficio del esplendor norteamericano y europeo.
Luego de la independencia política, la realidad no cambió mucho para África, pues las ex metrópolis se encargaron de perfeccionar sus mecanismos de dominación para continuar controlando esas economías. Y a partir de entonces Estados Unidos se sumó con mucho mayor ímpetu. Con la implementación de los denominados «programas de ajuste estructural» y de acuerdos disfrazados de colaboración económica y financiera, en los años 80 y 90, las transnacionales norteamericanas y europeas anduvieron en sus anchas en África, y lo poco que había avanzado ese continente con políticas nacionalistas fue destruido por las recetas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Obama tampoco dejó de arremeter contra gobiernos que considera corruptos, aunque sin nombrarlos. Es cierto que ha habido esa mancha en la historia africana, pero lo que no mencionó el presidente estadounidense es que cuando esos mandatarios han usado la economía nacional para engrosar sus bolsillos, también lo han hecho para favorecer a las corporaciones norteamericanas y europeas a través de concesiones en el saqueo de los recursos naturales.
Está claro que lo que más le importa a Obama no es el pasado, sino el futuro, no de África, sino de su tierra, Estados Unidos.