El golpe de Estado es una antigua práctica con tufo a campamento militar. Según la enciclopedia on line Wikipedia, la locución procede del francés coup d’État y significa «toma súbita y violenta del poder político por un grupo de poder, vulnerando así la legitimidad institucional establecida en un Estado, es decir, las normas legales de sucesión en el poder plenamente vigentes con anterioridad».
El concepto debutó en Francia en el siglo XVIII. Pretendía justificar las acciones de fuerza empleadas por el rey —violatorias de las legislaciones morales vigentes— para deshacerse de sus enemigos con el pretexto de mantener «la seguridad del Estado o el bien común».
Aquella definición original tiene zonas comunes con lo que en política se llama hoy «autogolpe», es decir, cuando el gobernante de un país se autoconcede atribuciones hasta entonces solo concernientes al Estado y sus poderes. Así ocurrió en Perú en 1992. El presidente Alberto Fujimori disolvió el Congreso de la República e inauguró un régimen autoritario que gobernó hasta el año 2000.
Antes, en 1930, apareció el libro Técnica del golpe de Estado, de Curzio Malaparte, que modernizó el concepto. Dice en sus páginas: «El golpe de Estado es un recurso de poder cuando se corre el peligro de perder el poder». Esta afirmación sirve para recordar que el golpe de Estado ha sido un recurso de las clases dominantes cuando se les agotan las opciones de dominio constitucional y democrático.
A los cubanos la expresión «golpe de Estado» suele traernos odiosos recuerdos. Fue con la bota y la bayoneta que Fulgencio Batista tomó por la fuerza las riendas del país en la madrugada del 10 de marzo de 1952. Durante casi siete años impuso en Cuba una sangrienta dictadura que dejó un saldo de más de 20 000 compatriotas muertos.
Otro tirano digno de la antología del crimen, el tristemente célebre Augusto Pinochet, derrocó con similares métodos a Salvador Allende, presidente constitucional de Chile, el 11 de septiembre de 1973. Antes de caer en combate en el santiaguino Palacio de la Moneda, el presidente sudamericano ofreció tenaz resistencia a los traidores.
Los golpes de Estado se expandieron en los años 60 del siglo pasado. Desde 1960 hasta 1989 el promedio en el mundo fue de 12 anualmente, es decir, uno al mes. El diario digital español 20 Minutos asegura que hubo años, como 1963, en que cada dos semanas tenía lugar un cuartelazo en algún lugar del mundo. «Entender quién había llegado al poder, cómo y por qué, ocupaba buena parte de los análisis de la prensa», acota.
Según una monografía del historiador venezolano Virgilio R. Beltrán, en 1968 el 62 por ciento de los países de Latinoamérica, Medio Oriente, Asia Sudoccidental y África estaba gobernado por dictaduras militares. Y agrega: «Si hacemos la cuenta del total de pronunciamientos militares documentados en 25 países, desde 1902 hasta la última jugarreta golpista en Venezuela (2002), resultan 327 golpes de Estado, contando los que se estabilizaron como dictaduras por meses o años y aquellos que duraron pocos días, como fue el caso de los repetidos golpes de Estado en Bolivia».
En la historia latinoamericana los cuartelazos parecieron poseer el don de la ubicuidad desde que en el siglo XIX la región comenzó a transitar por las sendas de la independencia. Suerte de espada de Damocles, muchos gobernantes constitucionales de la región la vieron pender —¡y abalanzarse!— sobre sus cabezas en diferentes períodos.
Hubo casos en que los militares no lograron controlar el poder. Como el de la ciudad peruana de El Callao, en 1834, cuando el presidente, Luis José de Orbegoso, se refugió allí perseguido por los golpistas. El pueblo enfrentó a los complotados, los derrotó y devolvió el cargo a Orbegoso. Desde entonces, El Callao ostenta el título de «La Fiel y Generosa Ciudad del Callao, asilo de las Leyes y de la Libertad».
Y casos como el ocurrido en Panamá en 1902, considerado por la bibliografía especializada como el primer golpe de Estado latinoamericano en este siglo, cuando los miembros de la compañía constructora del canal interoceánico se alzaron en armas, ocuparon el Palacio de Gobierno y se separaron de Colombia.
El periodista argentino Modesto Emilio Guerrero dice en su artículo Memoria del golpe de Estado en América Latina durante el siglo XX, que el total de asonadas militares que han castigado a los países del subcontinente en toda su historia asciende a 327. A pesar de que muchos no pasaron de la anécdota, dan una idea de lo extendida que estuvo semejante práctica en los cuarteles.
Bolivia encabeza en Iberoamérica la lista de países con más golpes de Estado intentados o consumados en sus predios: 190, de los cuales 23 triunfaron. El país andino llegó a registrar más tentativas que años de independencia. Colombia lidera el otro extremo, con solo cuatro asonadas en su currículo. Siete países del subcontinente pasaron entre 45 y 50 años del siglo XX gobernados por gorilas: Argentina, Brasil, Venezuela, Paraguay, Guatemala, Nicaragua y Bolivia.
El término gorila, referido a los golpistas brutales, tiene linaje latinoamericano, pues el primero en darle uso con esa connotación fue un programa argentino llamado La Revista Dislocada, en 1955. Por entonces se proyectaba el filme Mogambo, con Clark Gable y Ava Gardner, que acontecía en la selva. El programa comenzó a parodiarlo y la gente creyó oír en lo que decía un actor («¡deben ser los gorilas, deben ser...!») una alusión a un complot contra el presidente Juan Domingo Perón. La Real Academia le da a gorila el significado de «militar que actúa con violación de los derechos humanos».
Los cuartelazos desaparecieron al sur del río Bravo en los años 80 y 90 de la pasada centuria, cuando hicieron mutis los últimos regímenes militares y volvió por sus fueros la democracia representativa. Solo una asonada triunfó desde entonces: la que encabezó en 1989 en Paraguay el general Andrés Rodríguez contra la cruenta dictadura de su anciano suegro, el también entorchado Alfredo Stroessner.
En la etapa hubo un intento de golpe de Estado fallido. Lo sufrió el presidente venezolano Hugo Chávez cuando en abril de 2002 la reacción lo apartó del cargo por dos días. El cuartelazo lo azuzaron la CIA y algunos medios de prensa para frustrar el proceso revolucionario iniciado allí por el carismático líder. Pero al final los militares leales y el pueblo lo repusieron en el Palacio de Miraflores.
Algunos expertos aseguran que en estos tiempos los golpes de Estado han sido reemplazados por los llamados golpes de calle, grandes manifestaciones populares que en su momento dieron el golpe de gracia a las presidencias de Abdalá Bucaram (Ecuador, 1997), Raúl Cubas (Paraguay, 1999), Jamil Mahuad (Ecuador, 2000), Fernando de la Rúa (Argentina, 2001), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia, 2003), y Lucio Gutiérrez (Ecuador, 2005). Pero, como para desmentir su certeza, ahí está el reciente cuartelazo en Honduras, el número 21 en la lista mundial de los intentados o consumados en el actual siglo.
En África los cuartelazos proliferaron a partir de la descolonización del continente. El primero se lo propinó en 1960 el coronel Mobutu Sese Seko, un militar semianalfabeto, a Patricio Lumumba, presidente legítimo del Congo Belga, actual Zaire. Lumumba fue asesinado con el apoyo de la CIA. El último se consumó en Madagascar el 17 de marzo de este año, cuando el presidente legítimo, Marc Ravalomanana, fue depuesto a punta de fusil. Las Islas Comoras tienen el récord africano de más golpes sufridos: más de 20 en 34 años de soberanía.
La vieja y estirada Europa no escapa de esta suerte de relatoría de la historia golpista internacional. España, por ejemplo, hubo de experimentarlos en su territorio cinco veces. La primera, en 1923, con el cuartelazo de Primo de Rivera. Y la última, la fracasada intentona de 1981, encabezada por el teniente coronel Tejero.
Tal vez algún lector se pregunte, entre curioso y perplejo: «¿Por qué en Estados Unidos nunca se ha propinado un golpe de Estado, a pesar de la pobreza en que vive parte de su población?». La respuesta, medio en broma y medio en serio, la ofreció la presidenta de Chile, Michele Bachelet, en una entrevista con un órgano de prensa: «¡Porque en Estados Unidos no hay una embajada de Estados Unidos!».
En efecto, ironía a un lado, en el 30 por ciento de los golpes de Estado ocurridos en este siglo en América Latina tuvieron participación las tropas estadounidenses. La cifra se aproxima al 70 por ciento si se habla solo del Caribe y Centroamérica. En todos los casos, omnipresente, tuvo incidencia «la embajada americana».