Cuatro de octubre de 1954.— Muy cerca del mediodía, un automóvil del FBI repleto de agentes se detuvo sigilosamente junto a una modesta edificación de apartamentos en la barriada de Arlington, Virginia. En una operación comando típica para la captura de mafiosos, delincuentes o narcotraficantes peligrosos, arrestaron a un físico larguirucho y miope de 40 años, que no sospechaba siquiera semejante despliegue de los servicios secretos contra él.
El arrestado no era cualquier persona, sino alguien cuya labor solapada dañaba enormemente la seguridad de los Estados Unidos. Se trataba de Joseph Sidney Petersen Jr. y su caso constituyó —dentro de unos cuantos meses hará 55 años— un golpe tremendo para el gobierno norteamericano y el primer escándalo de espionaje sufrido por la Agencia de Seguridad (National Security Agency, NSA) del país más poderoso del mundo.
Lo que hizo demostró que la mayor amenaza a la NSA no provenía del exterior, sino de adentro, lo que los propios espías de Estados Unidos llamaron «los desertores cambiacasacas».
Todo este caso que ahora sacamos a la luz revela que el encarcelamiento de nuestros cinco nobles hermanos durante más de diez años es algo, además de absurdo, verdaderamente criminal.
La primera persona en ser inculpada bajo la acusación de violar la entonces Sección 798 del Epígrafe 18 del Código de los Estados Unidos —el Estatuto de las Comunicaciones de Inteligencia— era un empleado de la Agencia Nacional de Seguridad.
Petersen había pasado sus años de estudiante en la Universidad de Loyola, antes de entrar a la Saint Louis.
En 1941, luego de varios años dando clases en Loyola y en la Ursuline College en New Orleans; y después de pasar con éxito el curso de Criptología por correspondencia del Ejército, entró al Servicio de Inteligencia de Señales (SIS) y pasó la guerra en Arlington Hall, solucionando mensajes diplomáticos en códigos japoneses.
El coronel holandés J. A. Verkuyl, junto a Petersen, también descifró mensajes de ese tipo como gran criptólogo que era. Cuando terminó la II Guerra Mundial y Holanda y Estados Unidos concluyeron su cooperación criptológica, el oficial de Holanda regresó a su país.
Durante aquellas jornadas de apertura secreta de los mencionados mensajes de la Embajada de Japón en Washington, fue precisamente Verkuyl quien le presentó a Petersen a un «gran amigo muy interesado en códigos de esta naturaleza»: Giacomo Stuyt, oficial de Comunicaciones de la Embajada holandesa en la capital estadounidense.
No obstante el fin de la guerra, Petersen continuó vinculado estrechamente a este nuevo personaje de la criptología, de tal modo que el oficial norteamericano se involucró en ciertos programas de entrenamiento para la recién formada Agencia de Seguridad del Ejército de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
Sin autorización alguna, comenzó a enviar a Verkuyl ideas para aplicar metodologías que él consideraba sumamente útiles para ayudar a sus amigos holandeses en el campo de la Inteligencia, y en particular para estructurar un cuerpo criptológico en Holanda.
Esta «cooperación» de Petersen ponía en tensión al llamado Palacio de los Rompecabezas, la entonces mayor fábrica de espionaje
del planeta, ubicada en ese momento entre Washington y Baltimore, concretamente en Fort George G. Meade. Ocupaba un espacio mayor que más de 130 ciudades del Estado de Maryland, donde radicaba toda la reserva criptológica de los Estados Unidos.
El caso Petersen había hecho temblar la estructura de la NSA. Porque las cosas no siempre son lo que parecen y, aunque la Agencia de Seguridad Nacional en ese instante era la oreja gigante de los Estados Unidos, Joseph Sidney Petersen Jr. puso en crisis al corazón del espionaje del imperialismo norteamericano.
En ese momento los más encopetados jefes de la Inteligencia de la «sagrada» agencia estaban inmersos en la traducción computarizada de la voz humana, uno de sus grandes objetivos secretos. También acometían el estudio del yerkish, idioma simbólico para las comunicaciones entre una computadora y los chimpancés, y confeccionaban el diccionario de los idiomas no escritos.
Sin embargo, uno de sus hombres acumuló seis años enviando información supersensible hacia las manos de unos espías holandeses que entraban y salían de Washington con la misma libertad con que un perro entra a una iglesia... ¡Y no los habían detectado!
Robo de información secretaDespués de 1948, Petersen comenzó a entregar a Giacomo Stuyt, quien estaba aún en la Embajada de Holanda en Washington, documentos altamente secretos que sacaba de la superagencia del espionaje.
Por ejemplo, extrajo un análisis del criptógrafo Higelin Tipo B-211, el utilizado por Holanda para las comunicaciones diplomáticas.
Igualmente, sacó el Código telegráfico chino SP-D, con fecha 1ro. de julio de 1945, clasificado como Secreto; un análisis de tráfico conocido como A.F.S.A. 230763 y el Itinerario del Tráfico de Seguridad Política Norcoreana, con fecha 20 de febrero de 1951 y cuño de Top Secret.
La prueba del delitoEn 1954, un especialista de la Agencia, Frank Raven, de manera accidental, se percató de lo que estaba ocurriendo. Petersen intercambiaba correspondencia con Verkuyl y Giacomo Stuyt, sus antiguos colegas de la criptología. De inmediato Raven dio la voz de alarma:
«Verkuyl durante la guerra había sido el jefe de las Comunicaciones de la Inteligencia holandesa en los Estados Unidos. Chequeen eso. Hay ahí algo muy raro».
Los miembros del FBI entraron a la casa de Petersen, hicieron un riguroso registro y encontraron documentos ocultos de muy alta sensibilidad.
Muy pronto el primer director de la recién creada Agencia de Seguridad Nacional (fundada en 1951), Ralph Julian Canine, fue puesto al tanto del caso y ordenó la cesantía inmediata del físico larguirucho y miope que sabía demasiado. De entrada, el 1ro. de octubre de 1954 le había privado de un plumazo de su cargo, por el que devengaba casi 8 000 dólares al año.
¿Cómo detectaron qué tipo de documentos había entregado Petersen a la Inteligencia de Holanda? Fue sencillo: hallaron que eran diferentes las presillas con que se sujetaban las hojas de los materiales sustraídos. Las de Estados Unidos eran redondeadas, mientras que las de Holanda eran cuadradas. Los legajos que exhibían estas últimas en los archivos supersecretos de la NSA, probaban que habían sido facilitados a los holandeses y estos no se percataron de que los devolvían con otro tipo de presilla.
A partir de ahí se hizo un minucioso registro en todos los archivos de la Agencia y se identificaron muchos otros de los documentos comprometedores que el físico-criptólogo había puesto ante los ojos de los servicios secretos holandeses.
Petersen se declaró inocente y como no pudo pagar los 25 000 dólares de fianza que le pidieron fue internado en la prisión municipal de Alexandria, hasta presentarse ante el Jurado Federal que decidiría su vida.
El juez al que correspondió el manejo de este difícil caso fue el del Tribunal Distrital Federal, Albert V. Bryan, y el abogado que se encargó de suavizar la sentencia fue David B. Kinney.
El 22 de diciembre de 1954 Joseph Sidney se declaró absolutamente culpable de «utilizar consciente y a sabiendas información clasificada de forma perjudicial a la seguridad e intereses de los Estados Unidos, en relación con las actividades de Inteligencia de ese país y los gobiernos extranjeros».
Su declaración no ayudó mucho a Sidney. Calificados los documentos que él se había robado como «muy importantes», y admitiendo que su revelación «podía haber provocado consecuencias muy serias para la Seguridad de los Estados Unidos», el Juez Bryan anunció para Petersen una sentencia de solo ¡siete años!
El Juez expresó: «La esencia de este delito no es qué sustrajo el acusado de los archivos secretos de la NSA, sino que sí sustrajo Informes de la Agencia de Seguridad Nacional», concluyó Albert V. Bryan.
Tras cumplir la sentencia impuesta, y temiendo los servicios secretos yanquis que los agentes de la KGB soviética pudieran reclutar a Petersen, penetraron nuevamente en su vivienda, sin permiso judicial, y colocaron micrófonos acoplados a grabadoras de cinta, que permitían estar al tanto de sus conversaciones.
Poco después se realizó otra entrada subrepticia a su casa para cambiar las pilas del aparato y a los tres meses, sin indicio de que estuviera en contacto con los servicios secretos de la Unión Soviética, se quitó el micrófono y el caso Petersen fue cerrado de una vez por todas.
Y ahora solo cabe una elemental pregunta que puede hacerse cualquier lector: ¿Cómo, si ninguno de los Cinco Héroes cubanos se dedicó a buscar información secreta de la Inteligencia yanqui, ni la tuvo nunca en sus manos, ni los sorprendieron enviándola a otro país, los han condenado a tantos años de cárcel, cuando a Petersen nada más lo condenaron a siete?
El asombroso caso del oficial de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos que fue sorprendido por la Agencia Nacional de Seguridad yanqui cuando brindaba información altamente secreta a diplomáticos holandeses, es otro de los sucesos que evidencia la injusticia cometida con nuestros Cinco Héroes, prisioneros en las cárceles norteamericanas.