Especialistas de LABIOFAM minimizan el sufrimiento de poblaciones rurales e indígenas de esta región brasileña
Caía la tarde del último día de octubre de 2007 cuando Mildrey Ruiz Cardoso puso el pie derecho en el primer escalón del puerto de Borba. A mitad de la empinada cuesta miró hacia atrás para decir adiós a los otros cubanos que habían navegado por el río Madeira junto a ella. Entonces, ni el mismísimo Santo Antonio, quien le daba la bienvenida en la Plaza, pudo opacar la tristeza que la sobrecogió.
«Me di cuenta de que estaba sola en esta ciudad al sur de Manaos; pasé el primer mes muy asustada, tratando de hallar la parte buena en medio de tanta pobreza y desamparo. La imagen que guardo de los niños del Amazonas es devastadora: todos tienen los ojos oscuros y expresan mucha tristeza.
«Mi primer encuentro con la zona rural fue para hacer una pesquisa sobre la malaria en las fábricas de farinha (harina de mandioca): los niños estaban sucios, sudados de tanto calor, pasando trabajo para ganar tan poquito dinero, y me dije: Voy a regresar a traerles caramelos.
«Me hice amiga de uno que vive a la entrada del pueblo. Cuando llego por las mañanas está sin zapatos, despeinado, sin asearse, jugando con un perrito que pasó la noche en la calle, y no puedo acostumbrarme, porque a esa hora en Cuba los niños están con sus uniformes en la escuela; llevo golosinas para él y su hermanita, y un técnico que trabaja conmigo le compró ropitas. Cada vez que regreso, me da un beso y anda junto a mí por donde voy.
Fábrica de farinha (harina de mandioca).
«En las poblaciones indígenas tenemos un problema con los remedios; no toman las pastillas que les suministramos para curarse de la malaria y al otro día se están muriendo. Tampoco conservan las tradiciones indígenas: yo debato con ellos sobre eso, trato de elevar su autoestima explicándoles que los admiramos y necesitamos que mantengan sus rituales porque son los indios del Amazonas, herederos de culturas ancestrales.«Una noche dormí en la casa de la capitana de la comunidad de Limao, en la ribera del Madeira, y cuando terminé “mi sermón”, el esposo entró al cuarto y salió con su gorro de plumas; me dieron la razón, pero dicen que los jóvenes quieren estudiar y vivir como la gente que sale en la televisión. Hago todo esto porque tengo una necesidad inmensa de comunicarme; los niños me llaman, me abrazan en la calle; poco a poco me he ido nutriendo de ellos, adaptándome y respetando su cultura y tradiciones».
Como Mildrey, otros 40 especialistas del Grupo Empresarial LABIOFAM —casi todos médicos veterinarios—, asesoran el Programa de Control y Prevención de la Malaria en el estado de Amazonas —previsto hasta 2010—, que financian la empresa brasileña Bioamazonas y la Fundación de Vigilancia de Salud, y con el cual se ha reducido en más del 30 por ciento su transmisión.
Quizá cada uno tenga una historia que contar sobre los infantes del Amazonas; a mí me conmovieron también las de Niardo Zayas Rodríguez y la de Liban Díaz Arriola, quienes han vivido momentos peores durante su estancia en otros municipios del estado.
Escondían las pastillas«Ronaldinho es uno de los tantos niños que encontré por estos caminos, con quienes juego fútbol, pelota, hacemos chistes y me quitan la gorra durante mis visitas. Él no se curaba y cada vez que iba a la comunidad de New Céu, del municipio Autazes, le hacíamos análisis y tenía malaria», recuerda Niardo.
«Preguntaba al padre si se tomaba los medicamentos y me decía que sí, pero un día sorprendí a Ronaldinho: le dije “Dame acá las pastillas”, y cuando volvió me di cuenta de que no había tomado ninguna. Los reprendí, hasta sentí pena porque había adultos, mas los convencí de tomar las tabletas. A veces no tienen comida, sin embargo son prolíferos, tienen muchos niños.
Gracias al trabajo de los técnicos cubanos se ha reducido en más del 30 por ciento la transmisión de la malaria.
«Recuerdo otro hecho: el líder (tuchagua) de una comunidad indígena se negaba a la fumigación con productos químicos en su casa, y pensé “Si recusa, perdí la pelea”. Empecé a trabajar con él, lo senté y le di una charla, hasta que dijo: “Bueno está bien”. Aquí cuando se habla de la salud cubana los nativos sienten cierta confianza; no nos ven como personas que llegaron a imponer el método en el sistema brasileño; creen que llegó la salud cubana, y decir eso en esta área de Brasil es marca mayor.«Cuando por fin empezamos a aplicar el producto —a altas horas de la tarde— los muchachos de Endemias que trabajan conmigo estaban cansados; dejaron caer un poco de insecticida sobre el colchón y uno de los niños hizo una reacción alérgica.
«El padre vino a buscarme a la Gerencia de Endemias de Autazes, reclamando: “Fue por tu culpa; yo no quería que me fumigaran”. La discusión se puso fea, pero cedió cuando le dije: “Vamos a buscar al niño, a traerlo al médico, a resolver ese problema”. Estaba desconfiado por la poca atención que les dan.
«A las nueve de la mañana del día siguiente me aparecí en la comunidad —a 20 kilómetros de la ciudad— y llevé al niño con su mamá al hospital de Autazes. Lo atendió un médico, le hizo una limpieza en la piel y le recetó antibióticos; pagué los medicamentos con mi estipendio y esa acción los conmovió, nunca les habían dado un tratamiento así; el niño se curó y somos amigos.
«A partir de ese momento nunca más se paró el trabajo, las negativas disminuyeron mu-chísimo y ya no es problema la aplicación de insecticidas en Autazes. Cuando llegué, la mitad de las personas se negaban a hacerlo,
y si la mitad no hace el tratamiento el mosquito anófeles, que transmite la malaria, se esconde en las casas; hay que lograr al menos el 95 por ciento del tratamiento en cada comunidad».
La experiencia de Niardo Zayas, anterior y posterior a Autazes, fue con la aplicación de los biolarvicidas Griselef y Bactivec en los municipios de Navairón y Manaos, con excelentes resultados, dada la reducción de enfermos de malaria, aval para en 2009 extender el uso del segundo producto a 12 territorios del Amazonas.
El niño que no pude salvarLibán Díaz tiene una deuda consigo mismo. «Cumpliendo un programa de trabajo en el municipio de Anamá: búsqueda activa de casos de malaria, fumigación con insecticidas y charlas educativas, fuimos a una comunidad indígena bastante intrincada.
«Como a las ocho de la noche empezaron a llamarme “Doctor, doctor”, porque había un niño enfermo; tenía el vientre distendido, fiebre muy alta, dolor; parecía una ingesta causada por una conserva que había ingerido; soy médico, pero veterinario, y no podía hacer nada.
«Hablé con el líder de la comunidad. No tenía gasolina, ni lancha, nada; no había hospital y el más cercano estaba en el municipio de Anorí, que también yo atendía. El muchacho gritaba por el dolor. Abastecí una lancha nuestra, puse un funcionario al frente y le di 50 reales al padre del niño, porque aquí se cobra todo y se veía que era muy pobre. Seguí trabajando.
«Cuando regresé a Anorí fui al hospital a interesarme por el minino, como le dicen en su lengua, y me dijeron que había muerto. Averigüé y supe que falleció porque, simplemente, ningún médico quiso ir al hospital a atenderlo aquella noche. Después, yo llegaba a esa comunidad y todos colaboraban conmigo en el programa; decían: “Llegó el cubano, llegó el doctor».
De muestras de gratitud similares fui testigo en varias ciudades y comunidades indígenas, todas con una altísima religiosidad, y donde estos médicos veterinarios cubanos son considerados como seres enviados para quitarles la malaria y el sufrimiento de sus gentes; para muchos son dioses en el Amazonas.